Adiós inocencia

Colgué el teléfono. Todavía en aquella época, y durante varios años, sería susceptible ante las recriminaciones familiares y aquella, como todas, tenía una dosis de gratuidad que no lograba entender y un tono de moralidad que no podía ubicar en el mundo real. Estaba alterado. S me llevó por el pasillo que daba de la dirección a la plazoleta de la escuela donde se acomodó en un banco. Le conté lo que había pasado. Básicamente, había violado un protocolo no explícito en la jerarquía familiar al llamar a mi prima – que era la persona con la que mejor comunicación tenía – en lugar de a mi tío – con quien no tenía mucho de qué hablar – para saber de mi abuela convaleciente de una enfermedad. Al colgar, recordé que me habían adelantado el horario de salida. No tenía sentido que la llamara a ella de nuevo y, además, me daba ocupado así que traté de dar con una vecina. Supuestamente, no había nadie en casa. Llamé a mi otro tío y se desató el problema sobre el que, hasta el día de hoy, no entiendo la causa. La cara de S se descomponía mientras escuchaba. En algún punto de la narración empezó a llorar y me abrazó.

Ese último año fue el más intenso. Creo que tenía que ver con el hecho de que me estaba descubriendo, proceso que tomaría años, y también que se venían cambios ineludibles. Me adaptaba a mi nuevo rol. Y eso significaba aprender a moldearme para el mundo que vendría. Al menos una persona lo notó. Había sido alumna de la escuela el año antes de que entrara y ahora la usaba como albergue mientras esperaba a que se desocupara una cama en el hospital que quedaba frente a la escuela. No recuerdo que me gustara. Pero, definitivamente, era lo que se podía llamar una mujer atractiva: alta y mulata (con el cuerpo que se asocia al arquetipo). Tenía a varios en modo perro en celo. Era todo un mito sexual por haber tenido una relación no tan secreta con un ex-profesor de trabajo educativo y, en aquellos tiempos, un enamorado con moto que iba a visitarla. Fue S quien se dio cuenta. Me hizo de fiel escudero en el proceso de conquista donde descubrimos nuestra inusual habilidad para el lenguaje extraverbal. Gestos y señas eran suficiente. Me tomó poco más de una semana, con varias conversaciones y ayuda de por medio, besarla. Tan sólo tuve que renunciar a toda actividad extracurricular. Me gané un regaño por haberme perdido un documental sobre Playa Girón que incluía el epíteto de “malagradecido” e implicaba el de “contrarrevolucionario”. No podía importarme menos. Más interesante fue que despidieran al visitante motorizado, según me contó El Loco, que estaba vigilando la conversación en el parqueo y, probablemente, preparándose para caerle atrás con un palo o un cuchillo. Mi ego estaba inflamado.

La historia duró menos de un mes. Para ella no fue algo más que una reedición de romances adolescentes (con toque fatalista) aprovechando que estaba en la escuela. Al poco tiempo logró conseguir una cama e ingresar. No fue una despedida grandilocuente pero sí tuvo una gran carga de dramatismo contenido. Pasé ese fin de año pensando en ella. En enero me pegué a alguien que tenía que ir al hospital – allí, apenas cruzando la calle, era dónde se hacía la lavandería de la escuela – y volví a verla. Ya había terminado. Yo sólo no me había dado cuenta de ello hasta ese momento pero, de su lado, era algo definitivo. O quizás no. Al poco tiempo de graduarme – un par de días después – me llamó a casa de la vecina. No hablamos mucho. Cerré diciéndole que tenía mi dirección y que podía visitarme cuando quisiera. Nunca pasó. Hasta el día de hoy no volví a saber de ella y, peor aún, no recuerdo su nombre, que era de esos que empiezan con Y típicos de mi generación, y que cambió por el uso general de un apodo. Ese sí lo recuerdo.

Entre S y yo surgió una rivalidad. No fue precisamente porque tuviera celos de ella si no porque me había vuelto competencia. La confianza que había ganado se notaba. Él solía buscar mujeres mayores y las encontraba entre las asistentes. El rango de edad era variable. Las había muy jóvenes, apenas mayores que nosotros, o muy viejas, con hijos mayores que nosotros, y lo mismo pasaba con el carácter o la accesibilidad. Tampoco era algo raro que sucediese. No estaba permitido pero, de saberse, hubieran hecho todo lo posible porque no trascendiera el escándalo.

Tiempo atrás, se dio una situación. Fue el robo nocturno de una calculadora al muchacho que me había defendido en primer año. Era lo único que tenía. Vivía en la escuela como si fuera de Oriente porque el padre iba y venía de la prisión, según supe después, y los hermanos eran menores que él. Revisaron nuestras taquillas y nada. Para mí era evidente que ningún oriental iba a hacerlo porque no tendría cómo sacarla del albergue sin que se notara su movimiento en la madrugada y ningún habanero se arriesgaría a quedarse sin pase. Además, nos daba cierta lástima con él. Eso sólo dejaba a la asistente, que tenía los medios, oportunidad y, por como se vestía y hablaba, motivos, pero me reservé la opinión.

Entonces nos amenazaron con dejarnos sin pase. Si ya estaba cansado de tantas horas de interrogatorio, eso me colmó la paciencia y dije lo que pensaba. No hubo argumentos explícitos en contra. El conflicto era soterrado entre S y El Gordo, por un lado, y yo, por el otro, y radicaba en que ambos solían restregarse con ella. Armó un show de ofendida. Nos consultaron tras la actuación y, por supuesto, ellos dos estuvieron a favor de que continuara en el puesto mientras yo me negué a retractarme. Nunca llegó a estallar pero había tensión. Unos meses después una de las subdirectoras comprobó que, además de a los alumnos, desvalijaba a la escuela. Fue manejado con discreción. Si me llegué a enterar fue por una mezcla de confesión y disculpa que me hizo una de las profesoras que había participado en el interrogatorio colectivo.

Por decisión propia me mantenía alejado de esas mujeres. Pero aquella vez, ya más seguro de mí, no me preocupé por lo que pudiera pasar. Era nueva allí y tenía moscones. S lo intentó pero no pasaba tanto tiempo cerca de ella mientras que yo casi siempre estaba en el albergue. No pasé de un beso. Pero él ni siquiera llegó a eso, a pesar de que había intentado meterse en el medio, y estaba picado. En el otro turno -trabajaban días alternos- tenía otro interés. Viendo que no había honor entre ladrones, también aproveché mi ventaja de tiempo con éxito. Al final todo fue un chiste. Nos reíamos del asunto y nos alardeábamos unos a otros de nuestras proezas. Lo sexual no era importante. Mi relación con ella, que tuvo muy poco de sexo, era más como la de dos niños que juegan a ser novios a pesar de ser ella un adulto. Con veintidós años, tenía un hijo y un divorcio encima. Lo curioso es que me trataba como si me debiera alguna lealtad o explicación. Fue raro. Un día vino a preguntarme si a mí me molestaba que ella viera a otra persona. Le dije que no. Ya la había visto conversando con un profesor nuevo y El Loco me lo confirmó. ¿Y qué iba a hacer al respecto? No me hallaba siendo padrastro de un niño que orinaba gente apenas lo cargaban, como lo vi hacerle a S, dejándome un trauma hasta hoy. Y la gente supo que teníamos algo. Un día la subdirectora le preguntó directamente si estaba conmigo. Dijo que no. A partir de esos eventos la situación se enfrío aunque no terminamos porque no había algo que terminar. Pasó el tiempo y llegó el fin de curso. Hubo otra despedida con drama contenido y, otra vez, nunca volví a saber de ella.

Pero mi actitud defensiva era muy útil. Había un muchacho nuevo que entró ese mismo año. Era presa fácil para el bullying. Caminaba y era bastante autónomo pero aniñado, gordito y con la voz más aguda que garganta humana haya emitido. Quizás nos excedimos un poco. Max no era un tipo que pareciera acostumbrado a las cosas rudas ni que supera cómo lidiar con ellas. Se buscó un amigo fuera de la escuela. Nuevamente, el hijo de una vecina que frecuentaba el lugar y, por supuesto, no lograba encajar en otro lado. Tenía esa mirada hostil que ya conocía. Nunca supe los detalles pero estafó a mi compañero con 10 dólares. Nos enteramos. El Loco y S se lo tomaron personal y decidieron resolver el problema. Max tenía un CD pirateado de Orishas que pertenecía al estafador. Cuando vino a buscarlo, todos lo estábamos esperando alrededor de la entrada del parqueo. Yo no quería perderme el chisme. No sé porque llevaron el disco a la negociación pero mi socio lo tenía en la mano. Fue un error. Tras dejarle claro que no se lo íbamos a dar si no devolvía el dinero, el tipo se lo arrebató de la mano y se mandó a correr. Le cayeron atrás hasta la salida. S era rápido, en comparación con el resto de nosotros, y El Loco tenía entusiasmo pero no fue suficiente. La cosa no terminó allí. Al otro día la Directora, quizás la persona que más detestábamos, reunió a todos los implicados para un regaño colectivo. Habíamos dañado la buena imagen de la escuela. Parece que era más importante que la seguridad de los alumnos y un mínimo de justicia. No debí decirlo en voz alta. Por suerte, quedaba poco para graduarme y me dieron por incorregible.

Aquella noche, mientras S lloraba, hablaba sobre la vida después de la escuela. No sabía qué responder. Aquello era una mierda pero si algo teníamos era los unos a los otros. Pronto acabaría. “¿Qué va a pasar contigo?”, me dijo.