Antes de la guerra

Dicen que el amor al oro es la raíz de todos los males. En esos tiempos yo debía de ser un foso de virtudes porque –debido a mis circunstancias personales– no era algo que me preocupara. Me conformaba con poco. La inflación no era tan alta y podía pasar todo un día con veinte pesos. Cincuenta eran una pequeña fortuna. Claro que buscar esa cantidad diaria implicaría vivir en función de ello. Mantener mi estilo de vida ya era difícil. Pensar en crear un negocio –no hablo de un trabajo porque no existían opciones– estaba más allá de mis posibilidades. Ser el “artista pobre” era cómodo. El Café me permitía mantener cierta dignidad en mi status que me había ganado a lo largo de los primeros años.

Los tiempos de inocencia duraron poco. La primera señal de lo que venía fue a cuenta de Mayito que, a base de consumir y ponerlo a cuenta de otras personas, se había ganado el repudio generalizado. La administradora lo expulsó del lugar. Fue un proceso revestido de toda la autoridad posible, pues la mujer lo hizo mediante una carta oficial firmada por como tres funcionarios. Había un consenso respecto a que lo merecía. Pero lo que nadie tomó en cuenta es que era un pésimo precedente para todos. La tipa nos odiaba. Creo que la cuestión generacional la predisponía a ello, pero no perdería de vista motivos socioeconómicos y hasta raciales. No se hubiera echado de ver en una persona normal. Pero ella estaba en una posición de poder y todo su resentimiento podía ser encauzado sin temor a que alguien le diera una retribución.

Al principio era una tipa agradable. El trato siempre es bueno cuando se abre un espacio –parece ser parte de un proceso de ajuste económico– pero en pocos meses la cosa empezó a decaer. Primero hubo una reducción en la oferta. Se dejó de vender café con licor porque el suministro era inestable y ponía malo el ambiente al atraer borrachos. Además, se prohibió consumir alcohol. En poco tiempo, surgió una regla de que no se podía estar en el lugar sin consumir, lo que nos puso a muchos al borde de la gastritis. Siguieron crisis en las reservas de café. Entonces cerraban el lugar y no permitían la entrada a nadie. Los cambios fueron bien pensados. De las muchachas amables de los primeros tiempos, se pasó a una larga lista de maltratadores seriales haciendo las veces de dependientes. Una era su segunda al mando. La llamábamos “Junior” y lejos de ser grosera –aunque tampoco era amable– mantenía una actitud de negligencia en su trabajo. Hacía el peor brebaje que alguien pudiera tomar. También estaba El Señor Cara de Papa. No sé por qué Brayan lo nombró así pero era el adolescente –porque ni siquiera había cumplido el servicio militar– más estresado que haya visto en mi vida. Lo puedo entender. No imponía nada de respeto e iba predispuesto a ser víctima de bullying, así que intentaba hacerse el duro. Pero tampoco era el peor de la camada. Había un tipo que trataba a la gente como si fueran internos en una prisión militar, aunque nunca llegó a usar un bastón. Realmente intimidaba. Era mulato, fuerte y con la estética del repartero de su (nueva entonces) generación, con un estilo muy cercano a lo metrosexual. Los guapos de la old-school no les tenían mucho respeto. Por otro lado, tenía toda una colección de freakies, viejos, mujeres y adolescentes para ejercer su autoridad sin temor a represalías. Cualquiera le servía. Podía gritarte porque no te sentabas bien o porque se te había virado un vaso. Estaba listo para saltar. Pero conmigo se generó una dinámica distinta por la evidente cuestión de que no sabía qué hacer conmigo. Eso me dio el margen para hacerle frente. Aproveché mi silla de ruedas como una patente de corso para decirles lo que pensaba y boconear sin medirme. Y, de él, también salté a su jefa.

Demás está decir que no era la persona más culta. Pero era lo suficientemente retorcida como para mantener su negocio por encima de quien se le interpusiera. En este caso, éramos nosotros. Estábamos allí consumiendo –a precio subsidiado– un producto que ella sacaba al mercado negro para embolsarse un sobreprecio sin haber hecho inversión ninguna. El dinero deja rastros. En nuestra sociedad, eran las prendas doradas, la ropa deportiva y toda la parafernalia religiosa. La llamaban “madrina”. Más allá de la obvia connotación tribal, la mujer se creía una especie de Capa –el femenino de Capo en italiano– y se relacionaba muy bien con las autoridades y el hampa por igual. Sus “ahijados” incluían a policías y delincuentes sin discriminación. Se regodeaba en sentarlos junto a ella y servirles la misma bebida que prohibía entrar al local como si fuera el patio de su casa.

Hubo un momento en el que creí que se podía domar. Le pedí apoyo para hacer una peña de poesía en el lugar –como yo creía que debía hacerse– todos los domingos. Tan solo quería un poco de apoyo. Yo me estaba dirigiendo a una persona que organizaba espectáculos de cabaret cada sábado y lo asumía como su cuota de eventos culturales. Me vi atrapado en alguno. Era preferible pasar una madrugada en una celda de la estación de policía local. Pero esa vez me dijo que sí. Durante un mes, traté de hacerlo arrastrando todos los del piquete hacia allá. Hasta busqué otros “poetas”. Una de las sesiones fue abortada por su dependiente estrella que le fue arriba a Alejandro porque había pegado la silla a la pared. Salió insultado del Café con la promesa –incumplida– de nunca volver. Otro fue más cómico. Estábamos cuatro en una de las dos mesas –no dejar capacidades era otro de los recursos que usaban para mantener el local vacío– cuando entró un viejo y se nos quedó mirando. “¿Ustedes son religiosos?”. Estaba procesando el momento cuando nos dijo desde un profundo insulto “deberían mandarlos a todos para la zafra” y se fue. Decidí que era la última vez. A los dependientes la escena les pareció hilarante.

Desde allí nuestra relación fue en declive. Pasé por alto el apoyo que no me dio –sospechaba que dejar dos mesas fue una forma de sabotaje– cuando acudió a mí para que replicara la peña un martes en la mañana. Tendría una inspección y era necesario guardar la imagen. Le dije que estaba dispuesto pero que necesitaba que alguien fuera a buscarme. Nunca lo hicieron.