Emilio no surgió por generación espontánea. Si creemos —como yo— que una vida contiene muchas otras, él tenía varias a su favor. No nació siendo cristiano. Fue el primero de su familia en acogerse a la Palabra —no cuento a la tradición católica— y asumirse evangélico. Tuve que ver con aquella novia. Ella iba a aquella Iglesia Pentecostal con pretensiones de megatemplo que quedaba en el borde del centro del municipio. Terminaron. La fe y —ya lo conté— las amistades le duraron más que la relación. Ella siguió con su vida. Conoció a otro, se casó, tuvo una hija y se divorció. Él también siguió con la suya. Básicamente, era la que se habían construido en el noviazgo, correctamente delimitado por la Biblia. Y sucedió —algo curioso— que se integró mejor que su ex.
Me cuesta procesar las creencias. No tengo problema con lo irracional —está perfectamente integrado en mi vida—, pero no se me ocurriría hacerlo el centro de la realidad. Para Emilio era natural. Creció con las historias de brujas que se robaban niños por las ventanas de las casas. En el Oriente del país es parte del imaginario. Podría decir lo mismo de mi municipio —con toda la paranoia sobre la brujería y el sacrificio de niños en fechas señaladas—, pero no llegaba al nivel del sentido común. Eran gente supersticiosa. Además del legado hispano rural —con un acumulado de historias de aparecidos y otros fenómenos paranormales— estaba el haitiano, que incluye desde la herbolaria hasta leyendas urbanas —o campesinas, en este caso— de objetos malditos capaces de destruir a quienes los portan de manera inadecuada. Uno de sus bisabuelos llevaba apellido francés. En el bisnieto sólo quedaba el tono de piel típico de los orientales y una extraña conciencia de lo sobrenatural. Los evangélicos reconocen esa realidad. Sus raíces bíblicas —son más parecidos a los judíos que a los católicos— les permiten intuir un mundo más allá de su principio de racionalidad espiritual. Usan el comodín de “Satanás y sus demonios”.
Sucedió una vez cuando nos vimos atrapados en El Café durante una de aquellas actividades que hacían —aún estábamos en la primera administración— para dar la sensación de que era un espacio “literario”. Entró en pánico ante el despliegue folclórico. Hasta yo soy susceptible al poder estético del tambor —el ritmo es algo poderoso—, pero él huyó despavorido mientras balbuceaba: “tengo que huir de este ataque”. Literalmente, eso hizo. Después me disculpé por haberlo expuesto a esa situación, pero me exoneró.
Sí hubo compensación de mi parte. En esos primeros tiempos, discutíamos mucho sobre cuestiones teológicas y de fe. Trataba de no agredirlo. Claro que el límite entre la probidad intelectual y el deseo de perder un alma —incluso aunque no crea en tal cosa— se movía en los márgenes de una delgada línea. No era mi intención. Tanto discutir el tema lo llevó a invitarme a una de sus casas para un estudio bíblico. Era algo que hacían todos los miércoles. Ni siquiera le pregunté de qué iba y me preparé para alguna bizarrada carismática que incluyese convulsiones, don de lenguas —puras galimatías— y testimonios del espíritu. O sea, histéricos anónimos. El lugar se sentía más hostil que una tarde atrapado con todos los reporteros que iban al Café. Trataba de mantener la compostura. Me miraban como si fuera un animal salvaje al que le daban un plato de comida tratando de domesticarlo. Yo me sorprendía por la falta de carácter. Definirlos como insípidos sería hacerles un favor porque, en realidad, es que estaban más allá. Estaban vaciados de sí mismos. El lugar donde debería estar la persona —el espacio de la lucha espiritual— estaba ocupado por una serie de construcciones políticas. No, no era cosa de Dios. La diferencia entre esa reunión y una de Jóvenes Comunistas radicaba en detalles formales y —apenas— de contenido. Era vergonzoso. Apliqué el consejo cartesiano y me dediqué a observar y pasar desapercibido. Participé sin entusiasmo. Era un juego de tarjetas con citas de la Palabra y, para finalizar, una oración colectiva en círculo tomados de las manos. Mi salvación fue uno de los temas. No me molestaba que lo hicieran, pero, sinceramente, no creía que tuviera el menor efecto. Me invitaron a volver. No veía el punto en hacerlo porque, si el objetivo era socializar, no había mucha intimidad allí y, si iba a buscar la verdad en el Libro, pues era cuestión de dedicarle tiempo a la lectura. Emilio parecía complacido.
No volví a la casa de estudios. Pero me tocó ir al Templo en otra ocasión y ante la insistencia de Emilio. Me dio un morbo literario. Ya tenía una idea bastante clara del tipo de jóvenes que iban allí, pero me costaba hacerme una idea clara de la totalidad de la congregación. Me sentí rodeado de vendedores. La gente parada en lo alto de la escalera —el edificio se alzaba por encima de todo lo que lo rodeaba— parecían invitar a los que pasaban a alguna feria itinerante. Prometían milagros. Prometían la fuente de toda salvación y toda la sanidad y bienaventuranza. No veía mucho de las dos primeras. Tanta alegría daba una sensación de basura debajo del tapete, mientras que la ostentación se hacía más que palpable en el colorido. La pretensión de formalidad era hilarante. Evito forjarme juicios de la gente por su vestimenta, pero aquella gente realmente estaba haciendo una performance. No iba de Dios. Él sólo era un pretexto para exaltar un estilo de vida y unos valores que no lograba ver en el día a día. Emilio quería eso. O se había convencido a sí mismo de que era lo mejor a lo que podía aspirar. Para él fue un logro llevarme. Para mí fue una de las experiencias más vertiginosas que he sufrido. Estaba solo en medio de la exaltación. Varios conocidos me saludaban tratando de hacerme sentir bienvenido, pero no estaba allí. Y él se dio cuenta.
La historia del culto de sanación la conté. Después de ese episodio, Emilio desistió de invitarme. Fue gracioso. La convicción con que me contaba de los prodigios —y su futura recuperación— me provocó ternura. La decepción fue obvia. No creo que catalizara su salida de la Iglesia, pero fue un primer paso. El resto del camino lo puso la vida.