De como me singaron

Veintiocho días en un hospital es mucho. Basta una semana para que se te considere parte íntegra del paisaje y, con cuatro, ya era miembro de la “familia”. Esperaba la ambulancia. Un par de amigos me acompañaban para ayudarme a mover la infinidad de cosas que había acumulado desde que llegué. ¿Quería irme? No lo tenía muy claro e incluso hoy no lo tengo del todo. Me había adaptado. La rutina me hacía los días predecibles y lograba paliar el aburrimiento mirando cosas en la computadora o conversando. Como La Montaña Mágica pero sin pretensiones.

Los primeros días con yeso fueron incómodos. Vivía a base de duralgina, que no ayudaba mucho, y café con cigarros cuando mi compañero de cuarto, el otro paciente, salía al pasillo. Era buena gente. Su esposa, la cristiana, era muy atenta y estaba pendiente de mí cuando mi acompañante salía a buscar cualquier cosa que nos hiciera falta. Duró poco. El hombre entró en remisión tras haber pasado su propio infierno por una reacción adversa al rocefín que le pusieron por un problema respiratorio. Parecía recuperado. Una mañana le dieron de alta y se despidieron entre promesas de eterna amistad que duró unos meses por chat.

Estar solo en el cuarto tenía ventajas y desventajas. Podías dormir a la hora que te diera la gana o fumar y mi acompañante podía usar la otra cama. También era peligroso. A mi primer compañero le robaron un par de chancletas, mientras dormitaba, casi en su propia cara. Cualquiera podía entrar. Los pacientes de otro cuarto eran una familia que se había se había mudado a acompañar a uno de sus miembros más jóvenes a desintoxicarse. No se lo tomaban en serio. Andaban fiestando como si estuvieran en un hotel de mierda – pero hotel al fin y al cabo – y el paciente se pasaba toda la madrugada caminando por el balcón de la sala. Nos dio una pista del presunto ladrón. Era uno de sus colegas de consumo – y excompañero de la prisión juvenil – que había visto rondando por el hospital. No hubo mucho que hacer. El tipo entró como mismo había salido y nunca más volvimos a saber de él ni de las susodichas chancletas robadas.

Mi acompañante no estaba en el momento del robo. Había ido hasta la casa para buscar varias cosas, entre ellas, la laptop. Verlo llegar con el aparato no me alegró tanto. Habría menos aburrimiento, de eso no cabía la menor dudas, pero sumaba un elemento de tensión a lo que se suponía fuera un tiempo para relajarme y curar. Y en un par de días quedé como único paciente del cuarto. Cuando mi acompañante tenía que irse, las enfermeras se encargaban de cualquier emergencia que tuviese. Eran tres turnos monitoreados por una jefa de sala. No recuerdo el nombre de las dos mujeres pero sí el del enfermero hombre, que era amigo del contacto que me había gestionado el ingreso. Traté de ganármelos. Después de todo, estaba en manos de ellos y no necesitaba algo como una “reafirmación de dignidad” en un momento en que me sentía más pisoteable que las cucarachas del baño contadas por decenas. Y eran gente tratable. La jefa era adicta al café y mandona pero nada que no fuera tolerable. Ponía buenas inyecciones. Con el enfermero, Lázaro, hablaba bastante y se puede decir que hicimos una amistad y también con otra de las muchachas que se tomaba el trabajo en serio. Par de episodios me lo refuerzan. Una vez estuvo casi media hora tratando de ponerle un levín a una paciente que llevaba una semana agonizando en mi cuarto con quejidos que parecían más animales que humanos. No creo que sirviera de mucho. La movieron de nuestro cuarto a la sala de geriatría para que muriera. La hija había amenazado con dar un escándalo. No me consta cuál fue resultado pues, hasta donde sé, pudiera estar viva aún. El segundo episodio no lo vi sino que lo oí. Habían trasladado a un paciente con problemas cardiacos allí para que muriera, con prácticamente nulas condiciones para su atención. A la familia no le gustó. Empezaron a crecer la tensión y los reclamos mientras el tipo empeoraba hasta que un día la situación explotó. No tengo idea de cuál fue el detonante. De un momento a otro, estaban pasando los médicos y las voces aumentaban de volumen cuando la de la de la enfermera se elevó por encima del resto. No escuché todo lo que dijo. Un “no voy a ir presa” seguido de “tengo dos hijos” y cerrado por un “a mí no me gusta hacer tortilla” rotundo hizo que empezara el control de daños y más movimiento de médicos por toda la sala. El tipo murió. Mi acompañante y yo nos dedicamos a prestar atención a lo que pasaba. Sacando la parte trágica, y precisamente por las circunstancias, cualquier forma de entretenimiento, particularmente el morboso, se agradecía por romper la rutina. No vi cuando se lo llevaron. Me había quedado dormido. Comer y dormir eran la prioridad.

La otra enfermera era un caso. No es que fuera mala por falta de capacidad, que no mostraba ser particularmente brillante o hábil, sino que era evidente que su trabajo no le gustaba. No intenté indagar por qué estaba allí. Sabía que era una carrera poco exigente desde el punto de vista académico. En la cúspide de su ausencia de cualidades, resaltaba el tampoco ser precisamente bella. Igual, tenía un trato accesible. Al menos, así lo interpretó mi acompañante que se aburría tanto o más que yo. No estaba equivocado. Una noche entró al cuarto contándome que la había sorprendido en el inicio de un trío con un paciente y su mujer. Fue suficiente para reforzar el interés. Una noche, ya estando solos en el cuarto, llegó él con la comida que había ido a buscar a casa del padre. Trajo unas cervezas. Entrarlas no era un problema así que rodamos la cama hasta el balcón. Habíamos descubierto que pasaba ajustada. No daba espacio para sacarla del todo pero nadie se quejó porque interrumpiera el paso. Comimos con la brisa refrescándonos.

Bebimos y fumamos. Me estaba quedando dormido como solía sucederme al poco rato de comer. Me prepararon para dormir. Varias veces, a lo largo de la noche, mi acompañante me había dicho que esa noche iba a enredarse con la enfermera. Tenía mis dudas. La había visto andar con otra que no era de la sala y, la verdad, no lograba vislumbrar un trío. Pero podía estar equivocado. Cosas más raras han pasado y, según supe por el colega, estaban bebiendo así que las posibilidades aumentaban.

Me dormí con las luces ya apagadas. En algún momento sentí que mi acompañante entraba al cuarto pero no fue suficiente como para espabilarme del todo. Desperté a la mañana siguiente con él poniéndome el cell en la mano. “No me descargues”, dijo. Entre una y otra frase dispersa, saqué en concreto que nos habían robado la mochila con muchas cosas adentro. Pregunté por la laptop. Estaba en el closet junto con otras cosas que habíamos guardado allí así que empecé a llamar para ver si sentíamos el teléfono en la sala. Daba timbre pero no lo oíamos. El enfermero que entraba y la que había pasado la noche se pusieron a buscar junto con él. Nada. Seguí llamando el resto del día hasta que finalmente dejó de sonar. Supongo que se quedó sin batería. Los hechos – según pude ir reconstruyendo después – eran que él se había ido con la otra enfermera a restregarse en un pasillo de la sala en que trabajaba – estando ya bastante borracho – y regresó al cuarto cuando terminó. Soltó la mochila en la cama y se durmió. No debieron entrar por la puerta que daba al balcón porque se cerraba por dentro así que suponemos no cerró muy bien la que daba al pasillo de la sala. No sentimos nada. Parafraseando a Monterroso, cuando despertamos el robo ya estaba ahí.

Los siguientes días fueron de inventario de pérdidas. Veinte dólares y unos tres mil pesos, varios documentos que incluían carnet de identidad y la libreta de abastecimiento, varios aparatos electrónicos portátiles y, la joya de la corona, el teléfono. Pérdidas considerables. Hasta un par de semanas después seguimos descubriendo cosas que se habían ido en la mochila. Sí gané algo. A partir de eso, se sumó un elementó de tensión en la estancia que me obligaba a estar pendiente en todo momento. No me preocupaba por mis otros compañeros de cuarto. Después de las primeras cuarenta y ocho horas eran un alivio para mi continua labor de vigilancia y tuve suerte con ellos en cuanto a calidad humana. No tuve un segundo episodio. Pareciera que pude controlar la situación el tiempo que me restó allá.

Ya en mi casa recibí un mensaje. La recogida del hospital no había sido tan exhaustiva como pensaba. Se me había quedado la billetera. No había dinero en ella pero si mis documentos bancarios y de identidad que siempre es engorroso recuperar. Una amiga me hizo el favor de recogerla. Todo estaba en orden y podía relajarme. Mi acompañante y yo rememoramos el trauma. “Tú singaste…” le dije “…pero aquella noche nos singaron bien”.

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