Deconstruyendo a Jenny

La indiferencia es difícil. Es más fácil, para mí al menos, ir desde el amor -esa devoción casi incondicional- hasta el odio sin (aparentes) fases intermedias. Pero la decepción se establece como punto de viraje. La razón para ocultarlo radica en que nadie quiere reconocer su lado superficial y, no hay otra manera de definirlo, estúpido (con la carga de arrogancia que implica). Es muy presuntuoso creer que se puede conocer a alguien. Pero exigerle a alguien que esté a la altura de tus expectativa – una declaración de egocentrismo radical. Parece algo muy común. Al menos -en mi historia de vida- he vivido varios episodios de decepciones profundas y hasta alguna que otra traición.

Ya no pienso en Jenny. Es algo que me tropiezo en medio del cajón de materiales que uso para escribir, y, resulta, que tiene algo de valor. Me sirve como conector (o punto de viraje) entre dos momentos. Su historia pudiera considerarse interesante -digámoslo en esos términos- o un cliché sociocultural. Eso último me lo dijo un amigo común. El cuento de la gordita (léase el patito feo) que una mañana despierta siendo un cisne (tiene ese estirón que llega con la pubertad y una readministración de la grasa corporal) tiene tantas variaciones como cualquier otro arquetipo. Claro, hay más aristas. Pero hasta los eventos traumáticos pueden venir en el paquete de los lugares comunes. Hay demasiados padres ausentes. Y el resultado -aparte de los hijos con carencias afectivas y tramas- son las madres con resentimientos que traspasan a los hijos.

Jenny fue hermosa. Duró unos tres años aproximadamente -desde los dieciséis hasta los diecinueve-cuando empezó un proceso de decadencia del que nunca se recuperó. La conocí con diecisiete. Era el crush de Luiso -que se ponía al mismo nivel de madurez de ella pero con edad suficiente para ser su padre- y la verdad que comprendía al muy idiota. La cuestión superaba la belleza. Me había tropezado con un arquetipo sexual asentado en el imaginario: una mulata. Su parecido con uno de los íconos de la cultura local -una vedette de la época dorada del cine, radio y televisión cuya foto se encontraba por todos los murales de las instituciones municipales- la delataba. No era raro. La gente birracial tienden a elegir el grupo que mejor le resuelva un sentido de su función en el universo. Decidió ser blanca. El linaje europeo -nunca logré precisar si vasco o navarro- le llegaba por la vía paterna. “Yo no soy mulata…soy trigueña”. Solo me cuesta entender que alguien se identifique con una familia que destaca por su ausencia. No dudo que hubiera racismo internalizado. Pero lo achaco más a una reacción al mundo en que creció que la hacía identificarse con ese otro mundo que le fue dado a vivir ya mayor. Lo conoció por su prima. No es que la historia de ambas fuera muy diferente en cuanto presencias paternas -los hermanos no se la tomaban muy en serio- pero la diferencia en la calidad de vida de la rubia -madre profesional incluida- debió de terminar por completo con la disyuntiva.

No sé si se conocieron de niñas. Las conocí siendo adultas jóvenes pero la anécdota más antigua que les oí databa de la adolescencia común. La niñez estaba mediada por un tercero que recordaba. No creo que ninguno de los dos periodos -me refiero al ámbito de lo pasado- lo dejaron por completo atrás. Era una dinámica patológica. Además de la cuestión de la inmadurez, estaba la de cómo se usaban una a la otra para compensar sus carencias y reforzar sus comportamientos. La rubia casi muere del corazón antes de los diez. Eso le dejó una necesidad de sentirse una cuidadora cariñosa -como debieron serlo con ella-, aunque también he valorado la posibilidad de que fuera una extensión del juego de las muñecas al que se vio relegada durante su convalecencia. En cualquier caso, Jenny le completaba el esquema.

¿Qué diferencia hay entre una muñeca y una actriz? ¿No son actores todos los niños que personifican roles en un juego? Jenny no podía escoger otro oficio. Creo que hubiera incurrido en suicidio o una masacre familiar (sus hipotéticos marido e hijos) si hubiera seguido con la contabilidad que le tocó al terminar la secundaria. Le gustaba actuar. Toda su vida, en la época en que la conocí, en aquel pequeño antro de víboras llamado El Teatro de la Villa. Pienso que gravitaba hacia allá desde antes. Uno miraba su círculo social -se entrelazaba con el mío- y notaba las ondas de movimiento que la empujaban como un títere llevado por los hilos de algún demiurgo. Ver hacia dónde iba no era difícil. Tan solo que uno quería -más que nada por un extraño instinto de autopreservación- que no llegara allí.

Varios años después trabajé con ella. Trataba de hacer un corto con un guión catártico que había escrito. Necesitaba -o quería- una chica con cara de ángel. La actriz seleccionada -la conocí al azar jugando al bohemio por el centro de la ciudad- me dejó esperando para el primer ensayo. Jenny se ofreció. No estaba en su momento de esplendor -su frescura se había diluido en alcohol, tabaco y malas decisiones personales- pero el problema era otro. Demasiado carnal. No veía en ella el elemento etéreo -pudiera llamarlo “fragilidad”- que había vislumbrado. Igual, no tenía opciones. Empecé yo mismo a ayudarla con el ensayo -era el autor y conocía a los personajes más que ellos mismos- y su contraparte masculina no era ni talentoso ni esforzado. Me sorprendió. Sabía que era buena pero no esperaba que tuviera dentro de sí todo lo que puse en el papel a pesar de las limitaciones de su corporalidad. Brilló en la filmación. No pude encontrar nada impreciso o exagerado en alguna de las tomas. Aquello nunca se editó. No puedo citar a críticos que la halaguen o pongan en ridículo mi reencontrada y momentánea fascinación por ella. Mi carrera de cineasta, el corto y ella se fueron a la nada.