Del Infierno al Infierno

La ambulancia no debía demorar tanto. Mi acompañante se había ido desde por la mañana a tratar de conseguir una dejando a una amiga a cargo de organizar todo. Fue un trabajo sencillo. La idea era irme ese día pero estaba en dependencia de que pudiera sobornar a alguien para venir a buscarme. Hacía casi una semana que estaba de alta. El problema era que no conseguía un transporte seguro para irme y no sabía en qué estado estaba mi brazo realmente. La última placa no daba buenas noticias. La fractura se había desplazado más que en la primera aunque no me dolía. No habían hecho un buen trabajo. El yeso ni siquiera cubría la fractura así que no cumplía su función y desperdiciaron el material en nada. Me vieron tres equipos de ortopédicos distintos. El primero me dijo que demoraría en curar pero que realmente llevaba cirugía aunque no podía hacerlo allí. Estaba demasiado cansado para enyesarme ese día. El siguiente turno lo hizo. Básicamente, cumplieron una formalidad para no decir que me dejaron sin atención con el pretexto de no provocarme más dolor. Quince días después estaba peor. El tercer equipo se puso a mirarme con ojos de lástima hasta que les pedí que hablaran como si fuese un pedazo de carne sin capacidad de entender lo que decían. La cirugía rondaba la conversación otra vez. Uno de los doctores de la sala me llevó a ver al técnico que, al menos, me ofreció una alternativa con una prótesis ortopédica externa y me recomendó pasarme a la sala de ortopedia. Estar allí era un riesgo. Todos los médicos querían que me fuera y trataban de asustarme con virus respiratorios asesinos pero no me iba a meter un cuarto sin acceso al balcón y donde me prohibieran fumar. Presioné para conseguir una remisión a un hospital especializado en ortopedia. Vino un cuarto especialista que no era ninguno de los que había visto y, tras un poco de negociación, me remitió para donde ya tenía un contacto que conseguí con otro contacto a través de alguien más (no me queda muy claro que tan larga era la cadena).

Esa mañana no hubo pase de vista de estudiantes para mí. Me entretenía hablando con mi amiga cuando entró la conserje y saludó después de un fin de semana que se había alargado un día. Era tremendo personaje. Unos días después del robo entró al cuarto – toda uñas postizas, pelo, extensiones de cabello y tatuajes que su color de piel no permitía distinguir claramente – con su uniforme que no parecía de hospital y preguntándome si tenía un platanito. El tono no me dejó claro qué quería exactamente. Me aclaró, e imagino que mi cara remarcaba la duda, que (literalmente) quería un plátano para acompañar la comida. No era una insinuación sexual. Aquello me dejó nervioso hasta que me explicaron quién era y el por qué se vestía de esa manera. Era una presa en trabajo correccional. Las sacaban de los campamentos y las llevaban a limpiar hospitales o lo que hiciese falta con el pretexto de que pagara su deuda con la sociedad. Dos días después me pidió el teléfono prestado. Aquello me puso los pelos de punta pero lo pensé mejor y llegué a la conclusión de que no sería tan estúpida de robarme. Le saldría demasiado caro. No sabía usar el whatsapp, ni siquiera llamar, así que tuve que configurarle todo para que pudiera comunicarse. Verla teclear era desesperante. Se movía letra a letra con el índice de la mano derecha alejándose la pantalla y volviéndola a acercar mientras conversaba consigo misma sobre lo que iba escribiendo. Hice cúmulo de paciencia. La escena empezó a repetirse casi a diario con excepción de los fines de semana, que no trabajaba, además de avisarle cuando escribía su “compromiso” que, asumí, era mujer por el uso del término. No tuve tiempo de preguntar cómo se autopercibía. Le vi un par de veces que fue al hospital y mostraba esa ambigüedad típica de los hombres trans que tratan de encajar en un rol de tipo duro y no me tentaba la posibilidad de ofenderle. Mi compañero de cuarto en aquel entonces, un alcohólico al borde de la cirrosis con recaídas frecuentes, la miraba con suspicacia. Mi acompañante y yo queríamos saber por qué estaba presa. Le había preguntado por una reclusa encarcelada por las manifestaciones de hacía dos años así que probablemente tenían más confianza pero no se atrevía. Fui yo quien no pude aguantar más y se lanzó. “Nada…” siguió limpiando “…que tuve un bateo con una tipa…” nos dijo “…y tuve que resolver…” sin mucha emoción “…y le di unas puñaladas…” aunque sin mucho arrepentimiento “…y la maté”. He oído varias confesiones de asesinato en mi vida. Nunca nadie se ha puesto en modo contrición conmigo y la mayoría lo normaliza hasta el punto del folclor. Y ella ya había “normalizado” mucho. En esa última conversación de despedida le pregunté cómo estaba y sin detenerse dijo que con tremendos dolores en el cuerpo. Pensé en una golpiza de los guardias del campamento. “No, padrino…” solía llamarme así “…mi pareja que se emborrachó y me dio tremenda tranca…” y ya fuera del alcance de mi vista cerró con un “Normal”.

La ambulancia llegó al mediodía. Mi acompañante estaba en modo pitufo gruñón como siempre que un transportista lo espera. Le molesta como si le hicieran un favor. Este, en particular, nos costaría unos 2500 pesos y no es que hubiera más opción que pagarlo. Llevábamos varios días buscando. La solución había sido ir a otro hospital y sobornar a una de las seis ambulancias que estaban trabajando en toda la ciudad. Al menos, teníamos un contacto. El Sobrino había aparecido por medio de una amiga que supo de mi búsqueda y me pasó el número. Supuestamente no sería caro. Lo único que me pidió que dijera que era su tío si me preguntaban, lo que era poco creíble siendo que él era negro y yo soy considerado blanco. Uno de los dos tendría que ser adoptado. He visto familias más raras. Finalmente, no pudo ser porque tuvo que llevar el carro a reparación pero nos dio una idea de cómo resolver.

La camilla de la ambulancia era cómoda. Las del hospital no sólo eran duras sino que no tenían barandas e iba por todo el hospital a riesgo de estamparme una rodilla. El camillero no me generaba demasiada confianza. Tenía tipo de borracho y un brazo atrofiado, sobre el que nunca le pregunté, pero se movía como si manejara un Ferrari por una autopista del desierto. Claro, eso era cuando estaba disponible. Desaparecía y rastrearlo era más difícil que obtener la ciudadanía suiza, por lo que era más sencillo coger la camilla sin preguntar y servirse uno mismo. Estos dos eran profesionales. Hicimos el tránsito por los pasillos sin pegarnos a las paredes y llegamos al elevador. Era una lotería encontrarlo funcionando. La última vez que lo había tomado, fue como entrar en un bucle temporal desde el sótano hasta el cuarto piso sin llegar nunca al tercero, que era a dónde iba, mientras la gente transitaba por allí hasta que finalmente logramos pararlo. Esta vez no hubo experiencias metafísicas. En un momento cruzábamos el lobby e íbamos directo hacia la ambulancia. Y al otro hospital.

El viaje fue relativamente cómodo. Los ambulancieros tenían que irse y, como no había camillas disponibles, tuve que pasarme para la silla de ruedas. Contra todo pronóstico, no estaba dando chillidos. No puedo decir lo mismo del resto de los pacientes que iban y venían con huesos rotos. Localizamos al contacto. El médico que me esperaba mandó a que hiciera otra placa, lo que terminó en otra experiencia tipo ciencia ficción con las máquinas y los ruidos raros. Camino a la consulta, tropecé con un elevador parado por falta de corriente. No quedó otro remedio que coger la escalera, escalón por escalón, hasta el segundo piso. No fue una larga espera. El ortopédico, que evidentemente desesperaba por terminar su turno e irse, miró la foto de la radiografía en la pantalla del cell. No iba a operar. Poner tornillos en un hueso tan frágil era riesgoso y no había garantía de que funcionara, pero la fractura se había acomodado, más o menos, y estaba soldando. Había que cambiar el yeso. La piel no estaba tan mal debajo y una prueba mecánica demostró que el diagnóstico era correcto. Fue un trabajo rápido. Ahora tenía inmovilizado desde el hombro hasta por debajo de codo y medio kilogramo menos de churre. Podía volver a casa.

No teníamos transporte. Contra todo consejo, decidí que podía irme en un triciclo eléctrico si fuera necesario. Mi acompañante salió a buscar algo. Una hora después regresó con un viejo que pensaba dar su último viaje del día y tampoco iba a cobrar tan caro. Me acomodé junto con los bultos. Llevábamos unos kilómetros de viaje cuando nos dimos cuentas de que faltaba uno de los bultos. Entré en pánico. Estaba allí un ventilador inalámbrico pero lo más importante era el compresor del colchón antiescaras. Volver no era una opción.  El hombre sólo tenía carga para dejarme y regresar a su casa así que se me ocurrió llamar a una muchacha que había conocido allí, estudiante de enfermería. No había mucho dónde buscar. Ya casi todo estaba cerrado así que habría que volver al otro día. Terminé el viaje entre baches y brincos. La casa estaba sucia, el frío vacío, no había agua al no haber nadie por las noches para abrir la llave de paso, a la gata – casi un esqueleto – le faltaba el pelo en la mitad del lomo y me esperaba una larga noche de dolores. Los tres nos miramos y dije “¿Volvemos al hospital?”.