El caballero ridículo

La ira continuó al otro día. No sé cómo o por qué tomé la decisión pero intuía que cruzaba una frontera definitiva. Habría consecuencias. Pero estaba en el punto en que me daba igual quemar el mundo y arrastrar por las cenizas el resto de mi existencia. Sé que no era para tanto. Pero salir de la pasividad y la complacencia -aunque oculte un agonizante conformismo- implica un salto. Ninguno de nosotros estaba listo. No creo que fuera yo -jamás me cruzaría por la cabeza semejante posibilidad- la persona más indicada para conducir la justa indignación del populacho, pero… ¿quién más iba a hacerlo? Era el único con el tiempo y el compromiso para meter el cuerpo. Se me iba la vida en ello.

Empecé por algo instintivo. Evitar la zona de guerra es un comportamiento sensato -sobre todo- si no estás en igualdad de fuerzas. Aquel día evité El Café. Fui al segundo puerto seguro -a una cuadra del habitual- y evité que me viera gente hostil. Era La Asociación Culinaria. Estaba en el rango de los precios subsidiados -accesibles para muertos de hambre como yo- pero con ofertas más caras y mucho mejor amueblado. Era común que botaran a la gente que no consumía. Llegué a formular la teoría de que basaban la elección de los administradores por algún padecimiento orgánico como las hemorroides o la acidez. La ventaja era que servían alcohol. Allí estaba toda la compañía del Teatro de la Villa -al menos los que socializaban después del trabajo- reunidos en una actitud inusualmente solemne. Sin dudas, todo gravitaba en torno a Jenny. L.A. la mimaba como siempre hacía antes de que volvieran, pero, siendo justos, estaba más ocupado con la bebida. Nos detestábamos. Era nuestra cosa de machos en competencia, y la incertidumbre sobre cuál era el verdadero motivo de ello -antipatía natural o celos- solo lo potenciaba. Lázaro sólo cuestionaba a la administradora. Para su cuidado manierismo estético -he visto pocos clichés llevados con tanta organicidad- la mujer encarnaba todos los horrores de la cotidianidad. Alejandro y Ernesto alternaban filosofía con sarcasmo. Creo que en ese punto de sus vidas -no eran veinteañeros- ya habían visto demasiadas cosas de ese tipo como para que les moviera el piso. Sí consideraban que era una mierda lo que le habían hecho. No había manera de que eso pudiera justificarse más allá de una ética del poder. Se podían hacer pocos aportes al tema.

Las lamentaciones se apagaron. Jenny cerró el ciclo con un juramento solemne de que no iba a poner un pie nunca más en El Café. Creo que ya había tomado la decisión. En ese momento -como un impulso sincero- salió de mis labios como una inspiración de Gibril dada a un improbable profeta: “Y si (la administradora) no trabajara allí, ¿volverías?”. Quisiera -por motivos literarios- recordar la expresión de todos los presentes pero solo registré el rotundo “sí” de ella. Entonces no tenía claro qué hacer. Volví a mi casa pensando en ello y pasé parte de la madrugada valorando opciones. No tomé en serio las que incluían violencia. Quizás fueran divertidas pero conocía el material humano con el que contaba y no podía llevarlas a cabo por mí mismo. Necesitaba implicar a todo el que pudiera. Redacté la carta y me preparé para recoger firmas entre los conocidos. Recogí unas doce. Me tomó un día y al siguiente las llevé al Gobierno municipal. Me atendió una funcionaria X. No puedo decir que fuera grosera -su trabajo implicaba el tono condescendiente- y leyó el documento con cierto interés. La redacción era correcta. El problema era que tenía que adjuntar las firmas por triplicado a la original para que tuviera validez. Hubo que empezar de cero. De nuevo imprimí las copias y empecé la recogida de vuelta a la culinaria.

Me imagino que era como ser un vendedor. Tuve muy pocas negativas -el consenso era a favor nuestro- pero me chocaron bastante. Traté de convencerlos incluso. La primera que recuerdo fue de Manolo -el testigo de Jenny en la estación y su amigo de la adolescencia- que no quería meterse en problemas. Era insultante. Yo estaba recogiendo las firmas y poniendo la cara pero él tenía miedo. Pero no debía ser un problema. Cada cual es libre de elegir sus propias batallas y lealtades -decía Elena, la prima, con un despliegue de liberalismo inconsciente- mientras yo me preguntaba si esa postura serviría para mantenerse ileso. La segunda negativa fue de Lázaro. El argumento esta vez apelaba a la maldad absoluta del enemigo al que no quería enfadar. Era legítimo. Él no era muy dado a los despliegues de valor -estando sobrio- y solo intuíamos de lo que ella era capaz. También era falso. Fue Luiso quien me dio la pista que necesitaba para entender por qué se daban esos casos. Era amigo de la actriz. Durante un tiempo, anduvieron juntos y fue a través de él que la conocí. No quiso firmar. “¿Por qué habría que hacer eso?” y siguió “¿Por una tipa que no vale un pedo?”. Había tocado mi punto débil. Era del conocimiento público que a mí me gustaba -siempre he sido un libro abierto para esas cosas- aunque podía justificar lo que estaba haciendo más allá de cualquier contrargumento. Pero yo no estaba seguro. No sé si otra persona hubiera detonado la misma reacción, pero mi orgullo me impedía ser el “caballero de brillante armadura”. Hice lo más inteligente: no darme por aludido y seguir con mi cruzada.

El impulso de la primera semana se diluyó. Me vi prácticamente solo recogiendo firmas por las calles mal iluminadas. La duda iba creciendo. No era su lucha pero Jenny no había hecho mucho -literalmente nada- por impulsar la idea. No le importaba. Se venía el periodo de categorización profesional y estaba a punto de ser evaluada. Pasé a felicitarla ese día. La compañía celebraba su triunfo en la Culinaria. No me hizo caso. Estaba ligeramente borracha; eufórica y ni siquiera me preguntó cómo iba el proceso. Era mi guerra.