El descanso del guerrero

Hasta yo he buscado la redención. No sé exactamente de qué, pero me da un poco de vergüenza que implique —en contra de mi racionalidad— la existencia de un orden superior. En concreto, la gente busca amor o prosperidad. No se me ocurre por qué alguien tendría que ser amado o vivir una buena vida —dado que el mundo parece dominado por el azar— sin que hubiera un dispensador de recompensas (justicia). Es la sombra de la metafísica cristiana con el interior difuminado. Asumir la Libertad de cada uno de nosotros hace imposible hablar de una realidad ordenada y en equilibrio. Nos queda negociar o resignarnos. Si damos más peso a la realidad o a nosotros mismos —siempre se hace con ambos—, eso determinará que seas una persona de fe o responsable de sus actos.

 

Puppy tenía a Jah. Era una manera cómoda de explicar las cosas que le pasaban —algo como un sustituto del karma—, pero le daba un amplísimo margen para la responsabilidad. Su redención se tornaba algo personal. No se trataba de contentar a una divinidad casi abstracta, sino de sentir una comunión con el otro. Los amigos éramos solo una parte. El peso de ese renacer caía en las mujeres, lo que me hace pensar en algún trauma o carencia infantil. No tengo elementos para probarlo. Parece un comportamiento típicamente masculino —de acuerdo con su mundo de pequeña delincuencia— ser protegido —y a la vez protector— de lo femenino.

 

Jane era una mujer hermosa. No era un secreto —ni tan siquiera para mí, que estaba a distancia— que tenía una doble (quizás hasta triple) vida. Me preguntaba cómo sucedió. Puppy se preocupaba por tener condiciones de vida decorosas —incluso cuando eso lo llevó de vuelta a la prisión—, así que no creo que le hiciera de proxeneta. La respuesta me viene por Dostoievski. Ya se prostituía cuando se conocieron y él trató de rescatarla del vicio —algo coherente con la mentalidad de macho dominante— hasta que el Babilon —el sistema legal que hace especial hincapié en los negros— decidió ponerlo tras las rejas (otra vez). Ella, pues, volvió al negocio. La comida, los cigarros y el aseo (sin contar el transporte para ir a las visitas) cuestan dinero. Era un fracaso. No era el hombre que quería ser ni había logrado salvar un alma. Terminó la relación unilateralmente.

 

Repitió ese patrón varias veces. Jenny era —en esencia y saltando las distancias— más de lo mismo. Nunca supe si llegaron a algo. Ella diría que era solo un amigo al que apreciaba mucho, pero era una forma de marcar una distancia social. “Soy una figura pública”, declaró en una ocasión. Técnicamente, una actriz en el teatro local lo era, pero en un círculo tan cerrado —todos nos conocíamos— la delgada línea no lograba contener lo privado. Tampoco era un caso evidente de vida desperdiciada. En la superficie, todo parecía en orden, aunque la realidad era que eso se deshacía por la presión de traumas familiares, pésimas elecciones de pareja, adicciones múltiples y un ambiente de trabajo tóxico como el de una textilera. Él era un delincuente. Lejos de ganar algo —drogas, sexo y librarse de la convivencia con su madre para ganar una cierta comodidad— tendría que invertir su frágil reputación. Y Puppy no veía mucho que aportar. No era alguien que fuera a darle la devoción casi maternal que él esperaba. Se distanciaron con el tiempo y algún encontronazo. Era como una confirmación de que su amistad incluía beneficios —algo que era un secreto a voces—, lo que ni siquiera trascendió.

 

Daniela, al menos, tenía ingenuidad. Empezó como un típico romance de prisión —diría que casi epistolar— que se extendió —con interrupciones— por varios años y múltiples escenarios. No tengo dudas de su interés en salvarla. En una ocasión estuvo dispuesto a matar a dos personas para sacarla de una situación potencialmente mortal. “Le debo una…”, me dijo. (Tomo un momento para decir que justo a partir de ese momento empezó nuestra amistad). Aquello no tenía futuro. Incluso entonces —y a pesar de que insistía en los términos medios—, todos estábamos claros —hasta más que ella— de que lo suyo eran las mujeres. No sé qué pensaba lograr él. Imagino que esperaba volverse imprescindible —una madre soltera agradece cualquier apoyo— y ambos compartían un interés común en las drogas. Tener un novio (o amigo) jíbaro resuelve mucho. Pero ninguna de las partes ofrecía una estabilidad a la otra en ninguno de sus intereses. Terminó en una de las temporadas en prisión. Ella no podía dedicar recursos a las visitas y —con un hijo recién nacido— el tiempo no le daba ni para escribir cartas como hacían al principio. Mantuvieron la amistad. Supongo que el afecto era tan genuino (como los intereses compartidos).

 

Estuvo un par de años oficialmente soltero. Eso no quiere decir que no tuviera mujeres alrededor, pero estoy casi seguro de que no las buscaba por el sexo. También estoy seguro de que se lo ofrecieron. Bastaba con mirar a algunas en sus predios para saber que estaban buscando un suministro gratis de marihuana. No duraban mucho. Terminaba por deshacerse de ellas una vez que se realizaba el contrato —implícito— y las apartaba. Duraban más las que no estaban dispuestas a algo sexual. Creo que veía la oportunidad de llegar a algo significativo, aunque, dado su historial, la noción se indefinía.

 

Y un día desapareció. Uno no sabía si preocuparse o darle gracias a los dioses (o a Jah) porque no estuviera en las cercanías. Me lo tropecé en El Café. Conversamos y me puso al tanto de su vida que —por decirlo de alguna manera— se había vuelto decente. Tenía una novia. Juliette —era su nombre— tenía dos hijos —un varón preadolescente y una hembra que apenas empezaba la escuela— y cierta estabilidad en su vida. Trabajaba de bodeguera. Lo más interesante de todo es que él —aparte de estar de padrastro— se “había quitado” (no estaba vendiendo). Parecía estar enamorado. En diciembre de ese año —como sucedía siempre— el Ministerio del Interior cerró con un saneamiento antidrogas. Puppy fue uno de los detenidos.