Siempre se sentaba de espalda a la reja. Su postura corporal intentaba ser de persona relajada pero esa era una forma de afirmar la dominación. La última mesa era la elección obvia. Quedaba en un cuchillo –entre la pared y el entramado metálico que rodeaba el Café–, lo que daba una vista panorámica a todo el lugar. Algunos lo llamaban El Rasta. Era por el peinado –pequeños dreadlocks– y algo de prejuicio racial: era mulato. También por la parafernalia de Bob Marley más algo de estilo artesanal con los colores de la bandera de Jamaica, pero –al menos para mí– no pasaba de una proyección estética. A veces sacaba un papel y escribía algo. Eso rompía un poco más –de ser posible– la coherencia general del cuadro.
Me intimidaba. Fue por el Brayan que me enteré que lo llamaban Puppy –cachorrito– y vendía marihuana. No le hubiera comprado. Estaba en un momento de mi vida en que era muy cuidadoso respecto a quién dejaba entrar, pero el dato me resultó revelador. Me explicó ciertas dinámicas que vi. A veces llegaba alguien y se sentaba con él como algo casual, estaban un rato conversando hasta que El Rasta se paraba. Volvía al rato pero se quedaba afuera apoyado a una pared con los brazos cruzados sobre el pecho. La otra persona salía, intercambiaban unas palabras –replicando la pose– y se daban la mano –detalle importante– antes de que uno volviera a su lugar original y el otro –majomeno– por donde había venido. La escena sucedía a diario. A veces varias veces al día y siempre me dejaba en un estado de tensión. Yo no compraba personalmente. La primera vez que pagué por ello, fue a través de un intermediario que conocía Luiso y nos hizo el favor. Vivía al doblar del Café. Nos dejó en su casa y fue a buscar el veneno mientras yo me montaba películas de gángster en mi cabeza. Le comenté al piquete. Todos lo conocían, así que nos unimos y el tipo –nuevamente– fue a casa del jíbaro. No hubo incidentes en ese momento. Días después, nuestro intermediario le dio las quejas al que nos presentó de que un alumno de secundaria había ido buscándolo a la casa. No hablaron. La hermana lo atendió y estaba segura de que también quería adquirir drogas. No era ninguno de nosotros. Los más jóvenes estaban en nivel superior. Vestían camisa blanca y un pantalón carmelita y no el blanco y mostaza del nivel medio. Decidí no contar con él de nuevo. No me gustaban los “dime que te diré” y toda la sospecha sobre mi falta de discreción fue ofensiva. Pero asumió que teníamos un vínculo. Varias veces habló de Puppy frente a mí –una conversación casual en una mesa– implicando que era informante de la policía. No había un argumento sólido. La cuestión era que entraba y salía de prisión y cada vez volvía a lo mismo. No le caía bien. Probablemente tuviera algún resentimiento pero no investigué mucho. Mientras menos supiera, mejor.
Pero el mundo es pequeño. Bárbaro tenía un hermano preso a cuya mujer visitaba. A ella también la conocía. Había estado con otro amigo que, también, había caído preso años atrás. Fue una sorpresa. Toda esa visita fue un evento extraño desde que emprendimos el camino. Conocía el barrio. Era a dos cuadras de donde había pasado la Facultad Obrero Campesina –mi preuniversitario alternativo– y tenía varias amistades a las que saludé por el camino. Era al doblar de casa de uno que solía visitar. La fachada de la casa –tablas sin pintar– parecía estar esperando el más leve temporal para salir volando. Tocamos. Jane fue inesperada pero el interior de la casa –sólida mampostería pintada y perfectamente amueblado– me dejó boquiabierto. No recuerdo que fuera una mala velada. Conversamos animadamente y hasta le pregunté por su ex, de quien me habló muy mal. No debió extrañarme. Ya él –que había salido– le recriminaba el haberlo dejado al olvido durante su tiempo en prisión. Esta vez parecía comprometida. No podía culpar el interés material porque en ambos lugares -su anterior vivienda y esta- tenía buenas condiciones de vida, pero el comportamiento no era el mismo. Incluso, se había superado a nivel personal. Además de hacerse Santo, había terminado la carrera de derecho. Lo raro se dio un tiempo después. Me la tropecé yendo al centro de la ciudad en horario en que las trabajadoras sexuales iniciaban la jornada y con el uniforme –vestido corto y tacones– en todo su esplendor. ¿Juicio apresurado de mi parte? Totalmente, pero –con una botella de ron de por medio sacamos el tema– El Negro me confirmó. Con eso subsidiaba la java del recluso. El tipo tenía fama de duro –la gente le temía– y El Combinado del Este –la mayor prisión de Cuba– había guardado su pellejo en varias ocasiones. Lo admiraba.
Pasaron unos meses y Bárbaro volvió a prisión. Por esa época conocí a Brayan, el Dopping, Ale –muchos más– y Puppy sólo era una nota rara. Le gustaba sentarse con gente calmada. Incluso, con las adolescentes que iban al lugar, aunque no puedo asegurar que fuera con nobles intenciones. Tampoco hizo nada perturbador. Alguna vez compartimos mesa, pero traté de mantener una distancia cordial. Su fama le precedía. No quería ser yo quien se viera mezclado en las políticas antidrogas –hacían recogidas cada cierto tiempo y cargaban con consumidores y dealers por igual– y no me sentía del todo blindado. Entonces soltaron al Negro. Esta vez la institución le había calado hasta la médula y se le sentía en la voz; los gestos; la cara. Alejandro también lo notó. Solo pensaba en drogarse –le gustaban las pastillas– y en beber hasta matarse. Todos lo justificaban. Incluso, yo podía entender que estuviera en ese estado, lo que detestaba el resultado. Llegaba hasta el punto de perder la conciencia.
Un día volvió al Café. Estaba sentado con Puppy en la última mesa cuando llegué a saludarlos. “¿Viste a mi hermano?” me dijo. Notó la duda. “Por parte de padre” me aclaró.