El horror del escenario

El Teatro de la Villa era un patrimonio del municipio. Nunca le presté mucha atención al lugar porque –incluso siendo niño– me aburría el enfoque del trabajo para niños. Era un prejuicio. Ernesto se tomaba muy en serio su trabajo –aunque solo fuera por el dinero– y escribía las obras que allí se proyectaban. Tampoco lo tenía en gran estima. Era consciente de que no estaba haciendo arte y así lo sentían dos o tres actores que lo acompañaban al Café. Toda la compañía pasó por allá más temprano que tarde así que me hice una idea bastante clara de lo que era el ambiente.

Tomás era el centro de todo. Como director del teatro, había logrado mantenerlo funcionando por espacio de treinta años o más. Recuerdo verlo de niño en mi escuela. Acompañaba a su hija o dirigía una obra de aficionados –impartía talleres– que iban a representar con motivo de alguna efeméride. Años después, solo su cabello se había vuelto blanco. El resto era exactamente igual –desde la textura de la piel hasta la velocidad de movimiento– y el trabajo continuaba inalterable. La compañía era otra cosa. Cada año se veían más viejos y cansados, además de que su vida era un biblioteca de frustraciones y traumas. Alcoholismo y locura abundaban. Era lo que se llamaba –en la jerga de las religiones afrocubanas– “estar obsorbo”. Yo llegué a una teoría: eran víctimas de vampirismo.

Ernesto apoyó mi tesis. Alejandro el viejo –lo llamaba así para diferenciarlo del otro, aunque también pudiera haberlo llamado el rubio o el actor– me empezó a dar elementos. Él mismo era una prueba de ello. Años atrás era joven y delgado pero ahora le había llegado la ola de los treinta y estaba varado allí. No era el único. Había allí unos cuantos que llevaban una larga temporada. Estaba Sema. No sé cuándo llegó pero –para cuando la conocí– se había quedado prácticamente ciega debido a una enfermedad degenerativa. Sus hazañas la precedían. Las más sonadas, incluían saludar estatuas que confundía con custodios. No sé si era buena actuando. Sé que creaba poesía, ya que coincidimos en varios eventos. Pero eso eran solo pinceladas. Lo más enigmático respecto a ella era su vida romántica: nula. Probablemente fue la primera persona asexual que he conocido, si no la única. Ernesto le recomendaba tener sexo. Ella le respondía: “Y después, ¿qué?”.

Lázaro también tenía los efectos. Pasaba discreta –casi tímido– y llamativamente al mismo tiempo. Su comportamiento recordaba a una doncella. Además de actor, era bailarín de flamenco y eso le daba un porte típico que reforzaba con su elección de vestimenta. Siempre usaba un pañuelo en la cabeza. Era una manera de ocultar su calvicie –llevaba lo que le quedaba largo– que debió ser resultado de unos altísimos niveles de testosterona. He conocido poca gente tan velluda. Eso le ganó el apodo –entre la gente que iba al Café– del “espanta-bugarrones”. Era bastante cruel, lo sé. Sobre todo porque sobrio era una de las personas más amables que haya conocido a lo largo de mi vida. El alcohol lo transformaba. Podía ponerse violento y llegaba a rozar el acoso sexual. Sospecho que le gustaban los tipos malos. Tanta represión tenía que quebrarse por algún lugar y la adrenalina le podía más que el sentido común (que entonces tenía apagado). Era muy receptivo a la conversación con los delincuentes. Yo no entraba en la categoría pero –en muchas ocasiones– se puso cariñoso conmigo. Cosas sutiles: sostenerme la mano durante mucho tiempo o halagarme absolutamente todo lo que su vista podía apreciar. Incluso, llegó a proponerme sexo. Fue una broma y en el contexto –yo pasaba por una crisis personal– me causa gracia.

La generación más joven estaba peor. La inmensa mayoría solo se formó en los talleres que Tomás daba religiosamente. Generaba un efecto endogámico. Se daba la situación típica donde aquello devenía incesto –eran una familia disfuncional y rara– lo que terminaba enturbiando todo más aún. Era un ambiente muy tóxico. La promiscuidad se acompañaba de rivalidades y rencores como en una telenovela adolescente. Súmenle consumo de alcohol y drogas. Eran los tiempos de la ketamina y conseguirla; más sencillo que chasquear los dedos. Luis A. vendía. Era el típico niño rebelde que no podía separarse de la sombra de su padre –un actor popular– que murió cuando él era un niño. Tuvo una madre bastante poco cariñosa. Sospecho que la cuestión iba por una rivalidad con el padrastro –un refugiado político vasco– pero eso no le impedía apropiarse de la inmunidad conferida al otro. Se sentía con “licencia para matar”. Para ser alguien tan cobarde –y yo mismo puse a prueba que lo era– le gustaba boconear mucho. También ser el tipo generoso. De las dos facetas, no me queda claro cuál me caía peor porque era evidente que trataba de compensar. Su mejor amigo se aprovechaba de eso. Otro más que había llegado allí por no tener talento para otra cosa y –siendo estricto– ni siquera en eso era bueno. Todos coincidíamos en que era muy retorcido. El otro era un payaso frontal pero este siempre iba por los laterales sin que uno supiera bien qué quería. Y el cuadro lo completaba Jenny. Venía a ser la heroína trágica y también la peor villana que se pueda imaginar, pasando por el dudoso título de ícono sexual absoluto de la primera temporada del espacio. Prometía en sus primeros tiempos. Conservaba el ansia adolescente y una curiosidad sobre casi cualquier tema que mereciera la pena discutir. Pero había algo más interesante. Su historia personal –una serie de tragedias familiares aderezadas con el Síndrome del Patito Feo– latían por debajo de su piel. Era buen material. Pero la espiral de relaciones abusivas y malos hábitos de vida le iban pasando factura. No salió nada. Una tipa en decadencia prematura –no tenía ni veinticinco– aferrándose a la memoria fugaz de su belleza. Básicamente, un cadáver animado.

Sí, Tomás era un vampiro. Alejandro y Ernesto estaban de acuerdo en que aquella troupé estaba maldita. El segundo valoró su vida. Cuando empezó allá, tenía pelo y aspiraciones –me mostró una novela que había escrito– y ahora todo parecía distante. Ni siquiera quedaba el engaño. Teníamos El Café, frustraciones y gente con las que burlarnos de todo. Al menos, ellos no se mentían.