El inicio del Nuevo Orden

Así de abrupto es un cambio de régimen. Una tarde nos enteramos de que “La mujer” se había ido del panorama. Nunca supimos el porqué. En realidad, lo único que nos faltó fue confirmarlo, porque ya todas las causas las habíamos vivido en carne propia. “La Police rodeó El Café” dijo el Joe. Era uno  de los actores del grupo en que estaban Alejandro (el pintor), Brian y, más o menos, casi todos los adolescentes que iban al Café. Ninguno la extrañó demasiado, y no creo que hubiera una sola persona que la recordara con cariño. Hasta después de pasado un tiempo. Es una inversión del principio de optimismo —me comentó Edgar en una ocasión— aquello de que el futuro será brillante. La realidad sustentaba el pesimismo.

El lugar nunca volvió a brillar. En los últimos tiempos de la primera administración, hubo un intento de recuperar la antigua gloria. Un cambio de mobiliario. Las sillas y mesas plásticas fueron cambiadas por otras metálicas que lucían menos genéricas. Parecía una mejora. Pero, al mediodía, el sol se reflejaba en ellas y era como tener el lugar lleno de reflectores que incineraban la pupila y las manos si los tocabas. La estafa llegaba más lejos. No pasaron seis meses para que se notara el deterioro debido a la exposición a los elementos. La lluvia las destruía. Por debajo del revestimiento plateado había una masa de madera prensada que absorbía el agua y terminaba por reventar. Eso inició otra costumbre: si tan siquiera amezaba con llover toda la actividad se restringía a la barra y una única mesa que se dejaba en el pedazo techado que colindaba en el punto medio con la verja.

El servicio tampoco mejoró. De los vistosos ceniceros de cerámica industrial —típicos de los hoteles— se pasó a los de barro —un horror estético— para terminar con latas de refresco y cerveza —el eclecticismo en su máxima expresión— que, al menos, parecían funcionales. Lo mismo pasó con las tazas. Las originales fueron rompiéndose hasta que solo quedó un par útil para el servicio. Y llegó el periodo artesanal. El criterio para adquirir el primer lote fue la fealdad —inigualable— y el del segundo fue para sustituir las pérdidas, a lo que se sumó un tercero (y así hasta el infinito). El resultado era digno de la mente de Mary Shelley. El Franken-Café tampoco tenía azucarera: se habían ido extinguiendo una a una, hasta que un día desaparecieron del todo, en medio de una inconcebible crisis en el suministro. También se evaporaron las cucharas. Cerca del final, solo hubo una con la que que se hacían servicio todos, con gritos de “¡¿Qué cantidad de azúcar?!, ¡¿Cuántas cucharadas?!” yendo de un extremo a otro. Pero la muerte definitiva era con la máquina de expreso. Aquella cosa —es probable que fuera italiana— sufría de años de procesar mezclas raras en el polvo y moría durante semanas. Había un solo técnico en toda la ciudad. Creo que una vez vi al hombre salir de allá como la viva estampa del hastío. No sé si por el viaje. La empresa quedaba en el otro extremo de la ciudad y no le daba transporte. Eso generaba grandes esperas.

El material humano cambió poco. Había malos dependientes —la mayoría— y un par de tipos chéveres con los que hice amistad. La gente recuerda a Henry. Hacía buen café —ahorraba agua en lugar de polvo— y no solía maltratar a nadie. No recuerdo ningún encontronazo. Hubo otro cuyo nombre no recuerdo, pero duró mucho menos y nadie me lo ha mencionado. También, por esa época, entraron las dos peores personas que trabajaron allí. No fueron un mal transitorio. Se eternizaron como dos pequeños males, y crecieron alimentados por su percepción falsa de ser personas con una cuota de poder. Yasser empezó bien. Durante años, tuvimos una relación cordial —sobre la base de la tolerancia y la no agresión— pero no era algo que se pudiera sostener. Él aplicaba un criterio de condescendencia. Yo estaba cansado y no quería escalar en una guerra sin fin. La otra era Danai. Y también se tomó su tiempo para sacar las garras en toda su extensión. Se escudó en su aspecto. Tenía ojos verdes y una voz melodiosa, pero su personalidad tomaba control y terminaba por volver su inmediaciones a imagen y semejanza de lo que conocía. No era agradable. La mujer reducía el mundo a la lógica de un pulso verbal callejero y nosotros éramos los contrincantes. Un par de veces la cosa se puso física.

Por esa época se asentaron los locos. Carlitos ya era un habitual pero Alberto —el exmilitar— fue quedándose hasta que se apropió del lugar. Había otros. El Caminante —nunca supe su nombre ni su historia real, por lo que decidí llamarlo así— era un negro alto que apenas hablaba y mascullaba delirios. Los supongo místicos. Levantaba las manos —una de las cuales tenía un dedo meñique o anular menos— y miraba arriba cual santo en mural bizantino. Había otros pero fluctuaban. La regla general era dejarlos estar y ser amable con ellos. No molestaban. Pero, junto con el nuevo personal, los vecinos del Café encontraron un ambiente acogedor para desarrollar su dinámica barrial. Era un ambiente pesado. Generalmente, eran mujeres que no tenían ocupación y podían intercambiar chismes —o crear otros— mientras los maridos trabajaban. Podía terminar mal, con alguna que otra bronca provocada por una eventual estafa —una de ellas se dedicaba a ello compulsivamente— y una tensión continua con nosotros. Y, sobre todo, surgió un “ellos”.

La nueva administración no duró mucho. “Derrocaron a Amín…” —sentenció Edgar— “…y nos pusieron a Stalin”. Fue un buen resumen. No hubo cambios en la política —ni siquiera trató de ser amigable— pero tampoco llegó a los extremos de desfachatez y violencia de la otra. No sabemos por qué se fue. Ya el lugar no era el mismo espacio “decente” que hasta mi propia abuela podía visitar. Se le dejó la peor reputación posible. La evidencia empírica no respaldaba esa afirmación —nunca hubo un muerto y las broncas eran muy raras— pero el juicio de la masa era inapelable. Vivía en Babilonia.