Nos hicimos amigos. Ni yo mismo entendía por qué —esas cosas no se preguntan mientras son efectivas e indudables— y él no iba a preguntarse algo tan pedestre. No respecto a mí. La noción de igualdad le era demasiado ajena —un efecto de su estilo de vida— y, en mi caso, asumirla implicaba un sistema de valores que él solo intuía como una silueta en el horizonte. Debió de verme como una mascota —no era muy diferente de su gato, negro y minúsculo—. Por mi parte, sabía que mientras él estuviera cerca, no tendría que mirar sobre mi hombro. Era interesante, había toda una dimensión humana desparramada alrededor del peso de la realidad que lo aplastaba.
Sé poco de la infancia de Puppy. Años después, hice amistad con quien fue su compañero de andadas de la infancia, que no podía ser más distinto. Su amigo era un niño de su casa —criado por dos padres universitarios— con las estructuras, traumas y límites de su generación. Él era casi feral. Uno se convirtió en un eterno adolescente con pretenciones intelectuales, y el otro en un tipo de la calle; un delincuente que entraba y salía de prisión. No me lo imaginaría rodeado de libros. De niño se esperaba que saliera a la calle y aprendiera a desempeñarse allí donde sucedía la vida, pero hubo un punto de no retorno. Quizás fuera simbólico, pero sucedió una tarde cuando un grupo de niños se reunió a jugar ajedrez. Llegó cuando la partida había empezado. Estaba embullado y quería participar, supongo que movido por el doble instinto de mostrar su valía y conformar una manada. El juego se extendió sin llegar su turno. Se fue visiblemente frustrado por la exclusión. Cuando terminó el juego y reorganizaron las piezas, faltaba la Dama negra. Todos concluyeron que fue él. Años después, lo vi jugar en El Café con bastante desenvolvimiento. Pensé que era algo de presidiarios, es de las pocas cosas que se les permite allá adentro.
La otra historia me la hizo Bárbaro. En realidad hablaba sobre el “Periodo Especial” —los años que siguieron a la caída del Muro de Berlín—, pero logré vincularlo a la psicología de Puppy. Fue un momento de colapso económico. De la noche a la mañana, se vaciaron todos los centros de suministros, se detuvo casi todo el país y la moneda bajó en caída libre. Las imágenes de gente famélica abundaban. De alguna manera él —que entonces era un adolescente— decidió tomar cartas en el asunto. Imagino que la situación familiar lo empujó. Cuando los conocí no eran las personas más pobres de la cuadra, pero se notaba —tenían rastros en la cara— que habían vivido tiempos peores. Él no quería que fuera así, salió a la calle y empezó a hacer sus inventos; sentar las bases de lo que será su estilo de vida. Un par de días después se presenta frente al padre con un inmenso fajo de billetes y el orgullo de haberlo conseguido por sí mismo. La respuesta le fue desconcertante. El adulto —esa figura casi divina a la que buscaba agradar— no supo qué hacer con ello porque —y es una realidad aplastante— no había nada que pudiera comprar. Nunca me lo contó él mismo, pero lo considero un punto de quiebre, en parte como resultado de proyectar mi propia subjetividad —que ya lo asumió a él— y de intentar encontrar la lógica en algo que rompía con el estereotipo de un delincuente: su falta de amor al dinero. No era la generosidad típica del que quiere ostentar, sino que realmente no lo movilizaba en su fibra más sensible (lo que no quiere decir que no estuviera dispuesto a usar la violencia por ese motivo).
No sé de dónde le vino la filosofía rastaffari. Supongo que Bob Marley fue su principal fuente porque hasta la religión yoruba le era más cercana. Supongo que él mismo buscaba un correlato. No le interesaba mucho el tema mesiánico pero se sentía un forastero en su propia realidad y se identificaba como tal. No era difícil señalar el Babylon. En cierta ocasión me dijo “este sistema dice que yo soy un delincuente” por lo que infiero que —en su mente— era más bien al revés: a él lo habían identificado. Tenía que asumirlo. Entonces, vestir de verde, amarillo y rojo pasaba de ser una mera estética —algo muy común entre los fumadores de marihuana que querían hacerse los interesantes— para convertirse en una declaración política. El pelo le daba más trabajo. Entre las entradas y salidas de prisión, no le daba tiempo a que creciera y el hábito de mantenerlo se le hacía pesado. Era un ente raro. No encajaba entre la delincuencia habitual —la mayoría con estéticas típicas de los reggaetoneros— pero tampoco lograba ser el típico alternativo.
“Al socio le falta” me había dicho Ale. Por supuesto que todos —me incluyo— teníamos prejuicios respecto a él. No ayudaba su expresión. La mayoría de la gente que iba al Café —al menos los de mi círculo cercano— tenía un nivel educativo medio y sabían —por entrenamiento social— expresarse con claridad. Puppy no había terminado la secundaria. Había socializado sobre todo en prisión así que la estructura de sus códigos estaba diseñado para ese público. Su vocabulario era pobre. Pero lo realmente paradójico —en él y todo el que haya pasado por la prisión— es lo mucho que se lee allí. No hay más opciones. Tal vez no a un nivel lingüístico pero algo de ello se filtró hasta cierto punto. Reflexionaba. “Rasta que está en guerra, no es rasta” me dijo en una ocasión, pero creo que hablaba consigo mismo. Intuía claramente su posición frente al mundo. Era su manera de asumir una cuota de responsabilidad por ser aquello que se esperaba de él. No estaba adormecido totalmente. Asimismo lloró una vez al pensa4 que la golpiza que le dieron a Bárbaro —su hermano— era por una vendetta contra él, y le dijo al amigo intelectual que habían tenido vidas distintas. Conservaba su humanidad.