El lobo y la dama

“Jenny me lo contó”. Por supuesto que muchos de mis recuerdos de Lázaro están asociados, ya que, además de ser compañeros de trabajo, socializábamos juntos. Coincidíamos en El Café casi siempre. Teníamos referencias uno del otro a través de la amplitud del círculo social. Él era una figura grotesca. Para el gran grupo de tipos machos y heterosexuales, entre los que yo mismo apenas, por otros motivos, encajaba, era demasiado ambiguo: muy afeminado (en sus maneras) y muy masculino (velludo y con una calvicie avanzada). Lo bautizaron como El Espantabugarrones. Esa broma cruel decía más de ellos pero dejaba en claro que algo en el objeto les resultaba perturbador.

“Tenía un deseo de muerte”. Me cuesta un poco asociar esa mesura lánguida, casi tímida, que siempre mostró frente a mí. Era una máscara; un personaje. Las anécdotas de sus hazañas cuando bebía contaban una historia distinta y opuesta de manera radical. Se volvía violento. Desde iniciar agresiones hasta meterse en posibles peleas de las que, resultaba claro, no iba a salir bien parado. Sucedió con Luiso. Le lanzó un vaso de ron a la cara y tuvo Jenny que meterse para evitar que se fueran a las manos. No sé si hubo una disculpa posterior. Por ella misma -era el tipo de mujer propensa al acoso callejero- salió a responderle a tipos que aleatoriamente la interpelaban. Denotaba una percepción muy desajustada de la realidad. Por regla general, la intervención femenina -la actitud de madre protectora calmando a un bebé- lograba que la sangre no llegara al río. Pero El Lachy no era el factor a tener en cuenta. Más bien, se veía como una presa fácil para un cualquiera en busca de formarse una reputación de malo. “El alcohol, la verdad, no lo ayudaba mucho que digamos”.

Hubo un comentario respecto a su alcoholismo. Incluso empezó a buscar ayuda profesional pero, viendo su círculo cercano, no tenía una red de apoyo muy sólida ni que alentara a ser abstemio. Solo una vez lo vi borracho perdido. Se acercó a mí tambaleando y me besó la mano que le extendí para saludarlo. No supe cómo reaccionar. Pensaba que era parte de una larga lista de amores imposibles pero aquello demostraba que sí tenía una fijación conmigo más compleja que un simple deseo. Tampoco era necesario que hiciera algo al respecto. No tengo un honor sagrado que preservar y no estaba posibilitado -ni de manera objetiva o subjetiva- de corresponderle. “Pero, además, se le salía el heterosexual con la curda”. No me lo imaginaba con una mujer pero se corría la historia de que, mientras bailaban en una fiesta, había tenido una erección con su compinche. Ni siquiera fue el único caso. Durante una gira de la compañía a provincia, y con una borrachera descomunal (que era el pasatiempo por excelencia en esos viajes), acosó a una actriz de otro grupo. Debió de ponerse intenso. La chiquita inició un linchamiento potencial que solo terminó con la heroica (y oportunista) intervención del respetable director del Teatro de la Villa: Tomás El Eterno. Los borrachos son presa fácil. El jefe no pudo sobreponerse a la tentación de hacer valer su autoridad golpeando al subordinado que, dominado por la vergüenza, convulsionaba como un poseído y clamaba no entender qué le había pasado mientras pedía disculpas. Hecha la catarsis, se hizo un juicio. El acusado se comprometió a no abandonar el hospedaje mientras durara la estancia. El chiste no se hizo esperar: Fue bautizado como La Prisionera del Hotel X…

Me es imposible establecer cronologías. Imagino que fue después de ese episodio cuando tomó conciencia de su problema con la bebida.

“Le gustaba la adrenalina”. Si extrapolo mi experiencia personal con él, no puedo aseverar semejante afirmación. Soy lo contrario de la adrenalina. En nuestro círculo más inmediato tampoco había nadie a quien le sirviera esa descripción. Prejuicios, puedo hacerme. Hay toda una mitología acerca del gusto de los gays por la masculinidad más exacerbada y sospecho que era lo que le motivaba. Se hizo amigo de un presidiario que me saludaba desde niño. Pareció preocuparme el asunto -su seguridad y la de sus bienes- más a mí que a él porque, logré sacar de una conversación que escuché, el tipo lo visitó en una ocasión como mínimo. No creo que fuera por el café. “El dependiente nos advirtió que vigiláramos al Lachy…” me cuenta el amigo común “…que andaba borracho con unos tipos del pueblo”. “¡Son bugarrones!” les informó. No soy experto en el tema pero la categoría solapa toda una gama de experiencias como la prisión y otras aventuras igual de escabrosas. Quizás aspirara a algo mejor. Pero no tenía mucha elección si nos ponemos a mirar las cosas objetivamente. Él mismo contaba sobre su primera vez a los doce años. Su contraparte era un adulto que pasaba los treinta, así que no hay que ponerse creativo para entender que la violencia le era algo normal.

“Lo dieron por muerto aquella vez”. Ser encontrado en una calle con una puñalada debería servir como llamado de atención. Contó que fue un asalto. Uno no puede hacer otra cosa que quedarse con esa versión de los hechos, por muy poco creíble que sea. “Nunca superó la muerte de la madre”. Se notaba una ternura genuina al mencionarla -“Mi mamá tenía unas pestañas preciosas”- con una sonrisa infantil y brillo en los ojos. “Desde entonces buscó la muerte”. La historia que me hacen toma un cariz mórbido y novelesco. Durante un mes durmió en el cementerio. Imagino que en ese momento desarrolló el alcoholismo que lo acompañaría hasta -por lo menos- aquella última vez que lo vi.

“Por supuesto, no sabes qué pasó”. Después de irme de allá, mi municipio, perdí esa red de relaciones por las que pudiera haberme enterado. Asumo que la información es verídica (“…lo mataron…”). No puedo pensar en otra cosa que no sea una historia sórdida, básicamente, por mis propios prejuicios. Tampoco aspiro a contar la verdad. Lo que tengo es una serie de narrativas sueltas sin un referente al que cuestionar. Imaginar; ficcionar personas es todo lo que necesito.