El maestro de las mentiras

Nadie sabe qué sucedió. Así la historia pasó de los hechos conocidos a la leyenda. Aquello tenía más huecos que un colador, pero lo indiscutible era que Bárbaro y J.M. estaban presos, mientras que Ibn seguía a cargo del manicomio en completa libertad. Los tres habían sido partícipes. Por supuesto era una situación —cuando menos— sospechosa. Los números no cerraban. Menos todavía los detalles de la narración cuyos espacios se notaban a kilómetros de distancia. Me obsesioné por un tiempo con saber la verdad. Nunca pude llegar a un veredicto definitivo pero llegué a la versión más completa: tenía el mayor número de elementos.

La historia no empezó con el cobro de la deuda. Esa historia de J.M. yendo con Bárbaro como músculo e Ibn como vigilante —con un revólver de juguete (no disparaba)— era insuficiente para llenar los huecos. Llegados al lugar, uno tomó su puesto de vigía mientras que los otros fueron arriba —en un segundo piso—, y se armó una escena tipo Tarantino. Amenazaron al tipo, pero no creo que estuvieran preparados para retenerlo a la fuerza, aprovechó para huir por el balcón mientras la madre quedaba de rehén. Resultó que había una patrulla cruzando la calle. Creo que hay que ser totalmente estúpido para creer que uno puede salir impune de una situación así. Vivimos en una isla. No hay fronteras por las que huir y no es como que el Estado va a dejar a dos hijos de nadie irse con una palmada en el hombro. No estuvieron veinte minutos en la escena. El resto del relato transcurrió a lo largo de las instituciones carcelarias —celdas, oficinas, prisiones—, y comienza por ellos esposados en una patrulla. Al menos uno logró escapar. Fue la primera versión de los hechos que escuché por boca de Ibn mismo. La obtuvo en las visitas.

Mi papel comenzó más atrás. Pudiera ser durante aquella entrevista cuando le di a Bárbaro varios consejos, pero no fue precisamente decirle que necesitaba dinero o que no debía parecer cobarde lo peor que hice. Le presenté a Julián. Si antes no he hablado de él es porque no sabría qué decir ni cómo definirlo. Era la encarnación del engaño. Tanto así que creo que hasta él mismo se mentía acerca de quién era. Lo conocí en la Universidad. Se me pegó como un perro abandonado y usó lo que —después supe— era su arma más efectiva contra el mundo: su cara de buena gente. Parecía un niño. Todo lo sellaba con unos inmesos ojos verdes y el conjunto regordete. Le permitía andar impune por el mundo. Podía colarse donde quisiera —una casa de familia, una logia masónica u oficina en el gobierno municipal— y hacer la charada de integrarse mientras se burlaba de ello con un amigo (generalmente yo). No sé por qué me eligió. Supongo que su ambigüedad vio un correlato en la mía y decidió que sería un buen confidente y compañero de andadas. Lo incluí en mi vida. Él me ayudaba y yo escuchaba sus burlas acerca de todo el universo. Y se lo presenté a Bárbaro.

Un tema me intrigaba. Quería tener una experiencia sobrenatural o ver algo realmente inexplicable. Leer sobre esoterismo fue una obsesión pasajera. Julián tenía cierto vínculo con ese mundo a través de la masonería y las religión yoruba. No le interesaba el satanismo en sí. Quería integrarse allí, ser aceptado, superarlos a todos y darse el lujo de demostrarme que era capaz de mantener la charada sin que afectara sus otras esferas sociales. Captó el espíritu del grupo. Las historias que llegaron a mí —por su propia boca— me hicieron dudar de su sinceridad. Allí estaban sucediendo cosas. O ellos así lo creían y actuaban como si el mundo en general funcionara de esa manera, la “posesiones” son un fenómeno común en mi país. A falta de un sustrato cultural —y como parte de una estrategia de marketing para un mayor público— empezaron a incorporar elementos de religiones africanas y todo una parafernalia necromántica y animista. El problema es que se lo creían. Mi compañero de universidad no solo jugó a eso, sino que —además— inició un pulso por el poder con Bárbaro. Hubo un “golpe de Estado”. Fue todo muy teatral dado por las divinidades que poseyeron el cuerpo de Julián. La aclamación fue general. Sin ningún reto —tenía el control casi total de la secta— empezó a aburrirse y se volvió negligente. Empezó a disgregarse el grupo.

Eso me contó Ibn. Así inició la rara idea de que la causa de muchos de los males que les acontecían, eran producidos por mis influencias mágicas. El nuevo líder hizo algo muy inteligente: siguió la línea política de su antecesor que —como ya conté— había recomendado yo mismo. Necesitaban dinero. No puedo asegurar que Bárbaro quisiera demostrar que no era un cobarde, pero es lo más probable. Julián lo había hecho lucir débil. La historia de la “posesión” tenía todas las trazas de ser un bulo, pero no se podía negar que lo habían derrotado en su propio juego. Había pasado de líder a rehén. Ni siquiera podía salirse sin correr el riesgo de represalias.

El resto es mera especulación. Era muy sospechoso que la policía estuviera en los bajos del lugar que iban a irrumpir. Las sospechas se giraron sobre Ibn. Fue el único que salió limpio del asunto y continuó su vida —secta incluida— como si nada hubiera sucedido. No es del todo cierto, bajó el perfil y se ocupó de los que estaban presos. Pero las dudas continuaron. Julián se alejó del grupo —ya no le resultaba emocionante— pero el rencor hacia él me superaba. No le perdoné que tratara de culparme. No quería mezclarme en eso y ahora lo estaba hasta el tuétano por un sentido de responsabilidad con mis palabras. No podía probar que estuvo detrás de la delación. Años después tuvo una sobredosis accidental y murió, como muere todo lo que está vivo. Yo continué aquí.