El sabor de la derrota

El fracaso duele. Tiene que ver más con la inversión de voluntad y esfuerzo que con la frustración de no lograr el objetivo. Es algo ontológico. Te revela la inutilidad propia en medio de un mundo que está dispuesto a aplastarte por la mera inercia de su existir. Y uno pensaba que podía salirse con la suya. En el momento en que tomas conciencia de la situación —el ridículo no es diferente a la agonía en un campo de batalla a efectos existenciales— se hace muy claro que no podía ser de otra manera. La fatalidad implica un absoluto, pero la fe —por muy cliché que pueda parecer— también está siempre presente en la realidad. Lo que queda es una grieta. Es allí —sirva esta paráfrasis de homenaje al poeta— donde sucede la vida.

Alain me vino a buscar para ir al cine del pueblo. Había estado cerrado como unos cinco años —no puedo recordar la última vez que fui ya solo— y era uno de los reclamos de la intelectualidad local. Tenía un valor histórico. En el periodo republicano fue el escenario en el que debutaron figuras que tendrían un alcance internacional —Rita Montaner, Bola de Nieve y Lecuona mismo—, pero eran otros tiempos y a los que tomaban las decisiones aquello no les importaba. Mi relación era más personal. Mi madre siempre se preocupó por que tuviera estímulos intelectuales —dentro de sus limitaciones— y llevarme a ver películas no aptas para mi edad era una. Volvía al lugar donde fui feliz. El comienzo no fue bueno, pues Alain —con su psicopatía típica— se regodeó en la noticia: “¿Viste como Jenny volvió al Café?”. Siempre he sido de procesamiento lento —lo que ha evitado que arrase muchas ciudades metafóricas— pero mi ira es siempre inapelable y definitiva. La película era una mierda: una comedia romántica con tintes de acción por dos de los sex symbols del momento. No me interesaba. Tampoco a la guardería en la sala —era apta para mayores de doce— y que estaban allí por la novedad, dilapidando la energía que —de otra manera— hubieran gastado en un parque. Podía cocinarme en mi propio veneno. Todo a mi alrededor —hasta el más mínimo detalle— reforzaba el proceso interno que, lejos de reflexivo, era un festival de odio. Decidimos salir. Nada hacía que valiera la  pena quedarnos y —por si no bastara— el aire acondicionado no lo habían puesto a funcionar. Al menos afuera la temperatura era agradable. Pero —y aquí doy (otro) margen para la ironía— el universo me dio una muestra de sentido del humor y la primera persona que encontré —imagino que puedan imaginarlo— fue a la Heroína Trágica. Tenía sentido. Trabajaba a una cuadra del lugar del que salía. No voy a contar los detalles. Solo sé que apeló a su mejor desempeño histriónico —la gente es lo que es—, reafirmando su actitud de incuestionable. Así se sentía. Nunca he soportado que alguien me toque el hombro mientras tratan de imponerme algo. Le dije que hiciera el favor de no tocarme. No solo lo expresé con todas sus letras sino que le puse todo el odio al que fui capaz de apelar.

Quizás hubiera despecho. Coincidió con una de sus reincidencias en la historia con L.A. —algo que siempre terminaba en drama y violencia—, por lo que acepto que la sospecha era legítima. Para mí había otra posible interpretación. Desde hacía un mes yo —que pudiera haberme refugiado en una pasividad justificada— no ponía un pie en El Café. No me gusta hablar en vano. Deambulaba por el centro como un animal perdido sin tener dónde rascarme las pulgas. No podía salir del municipio. Es decir, no me era del todo imposible pero requería toda una movilización de recursos —desde humanos hasta financieros— que solo podía lograr esporádicamente. Ella no tenía ese problema. Más aún, podía hasta saquear a cualquier incauto que se acercara con intenciones muy claras. Era una habilidad que tenía bien desarrollada. Todos sus amigos hombres —y algún que otro idiota salido de la nada— sufrimos un sablazo a manos de ella. Igual, yo me había solidarizado con su vergüenza. Pero solo contaba con la mía para sustentar el peso de la que debió pertenecernos a todos.

Edgar redujo el problema a sus partes mínimas. Era una tipa que estaba con un tipo —que era un imbécil incuestionablemente— y él iba al Café. Eso era todo lo que ella daba. Había leído recientemente El Miedo a la Libertad, de Erich Fromm —él mismo lo sacó de sus estantes para dármelo— y lo usamos de marco teórico y referencial en esa conversación. Fue en mi cuarto. Supo que yo estaba con síndrome de la derrota —era de conocimiento público— y trató de aliviar la vergüeza con su pragmatismo típico. Las burlas no fueron graves. Creo que la mayoría de los firmantes se solidarizaron conmigo y hubo respeto por lo que hice. Ernesto se sentía decepcionado de ella. Un tiempo atrás —Jenny llevaba desde adolescente en el Teatro de la Villa— la había admirado por su inteligencia y curiosidad. Era viejo. Estaba en ese punto donde necesitaba más que algo de pura pose de liberada para que lo impresionaran. Alejandro el Viejo fue más cínico aún. No tenía respeto por sí misma y -siendo justos- le era más cómodo vivir sin él. “Eso no importa”, me dijo cuando le reclamé.

Aún conservaba las cartas. Aquello estaba en un sobre plástico sobre la parte alta de una mesa para computadora que había en mi cuarto. No había suficiente aire para los dos allí. Las entregué en el Gobierno y di por terminado el episodio. La administradora ganó ese round. Siguió desfalcando como haría cualquiera en su puesto —más tranquilamente ahora que no estaba yo— y todo el mundo aceptó que así eran las cosas. Me costó trabajo volver al Café. No estaba listo para tragarme mi orgullo y bajar la cabeza pero no tenía opciones. Deambulé tres meses y gasté más de lo aconsejable. Haber plantado cara —frontalmente y por más tiempo que los otros— me eximía de cualquier reproche. Volví como un gato que va a robar. No tomaría represalias directas —la mujer era estúpida pero no del todo— pero la hostilidad en el aire se palpaba. La Guerra no había terminado.