Siempre es curioso observar gente rota. No hablo de locos, mendigos o enfermos – que están más allá de la norma de uso – sino de los que viven en la inercia vital. Nadie más aplastado que una persona entregada. Ver a alguien totalmente absorto en una labor social – es la elección más común – habla de una renuncia a su propio yo y vida. A cambio, se gana una máscara. Regla, con su constancia preparando la Peña de Poesía, daba la sensación de que el mundo dependía de ello. Parecía ser lo único que importaba.
El evento estaba en mi camino. Iba a la biblioteca municipal par de veces por semana a revisar los estantes y, en ocasiones, dedicaba un rato a leer allí mismo. Me hice amigo de las bibliotecarias. No eran las mismas que estaban allí cuando era niño pero – al igual que aquellas – estaban más haciendo de custodio que de versadas en literatura. Regla destacaba. Reglita – su físico le imponía el diminutivo – era delgada, pequeña, negra y con una energía inagotable para su edad. Sin embargo, siempre era amable. Se me ocurrió preguntarle si había algún círculo de poesía – no se me ocurrió otra manera de nombrarlo – y me invitó al evento mensual que sería – dichoso yo – el sábado de esa misma semana. Llevaba tiempo preparándome para ello. Apenas volvía a socializar – después de meses de reclusión autoimpuesta – y todo ese tiempo encerrado lo dediqué a leer y escribir. Tenía que hacer algo con ello.
No sabía qué esperar. No había ido nunca a un evento literario “formal” si no a reuniones de amigos donde se leía algún poema pero – sobre todo – se bebía. Llegué temprano. Era un hábito poco usual en nuestras latitudes pero tenía la ventaja de que me permitía acomodarme de manera que tuviera movilidad y acceso a la salida para poder fumar. Allí estaba cuando empezaron a llegar los participantes. La mayoría eran ancianos que no apenas podían caminar y se acomodaron justo donde pasarían el resto de la tarde. Habían dispuesto las sillas en hileras, como en un aula. El orden espacial terminaba por situarnos a los que leeríamos en la condición de ponentes que serían evaluados. Tenía la adrenalina disparada. Para colmo, Regla me pidió que me pusiera a un costado de la zona de exposición para no impedir el paso. Estaba atrapado. No hacía más que revisar mi agenda – llena de trabajos que se me antojaban defectuosos – y tener premoniciones de ataques al corazón en el público sin que hubiera un equipo de paramédicos. No era el único discapacitado allí.
El Güije llegó. No se perdía una porque se las pagaban como artista profesional. Sería la estrella invitada. Él y una persona que después sería mi amiga y, por qué no, mi mentora. La presentaron como asesora literaria de la Casa de Cultura. No la saludé hasta después que aquello terminó y yo ya había leído. Todo ese tiempo estuve en pánico. Tengo un largo historial de miedo escénico y no veía que encajara mucho allí. Daba la sensación de estar en un espectáculo infantil. Los ancianos en su entusiasmo decían las mismas cosas que diría un niño si le preguntaran sobre poesía. No era muy diferente de un cabaret. Incluso, el sutil aire de humor picaresco que querían dejar algunos – tan cándidos me parecían – dejaba a uno en una posición incómoda. No quedaba claro si se debía reír o no. Lo más seguro era guiarse por el público y aplaudir si aplaudían; secundar el coro de la risa total. Me imagino que hacía una parodia de Jack Nicholson. Los espejuelos oscuros – en aquel entonces solía llevarlos dondequiera y a toda hora – me daban la cobertura para no prestar atención pero me obligaban estar pendiente de las reacciones colectivas para unirme. En algún punto debió notarse mi retraso.
Me extendieron la tortura hasta casi el final. Entre canciones del Güije, poemas de exaltación geriátrica en clave juvenil y presentaciones grandilocuentes, llegó mi turno. Al menos había tenido la previsión de imprimir. Ir con papeles escritos a mano – varios allí lo hacían – era un salto de fe respecto a mi caligrafía. Mucho menos memorizar mis poemas. Uno debe ponerle límites al ego desde temprano o las consecuencias pueden ser terribles. Me abrieron paso. Llagué hasta la zona despejada de la biblioteca (o aula) y leí para aquellas criaturas inútilmente envejecidas. No me entendieron. Estoy casi seguro de que la inmensa mayoría tenía problemas de audición pero fue mi voz la que no despegó más allá del tono típico en una conversación casual. Al menos Aymara – la asesora de la Casa de Cultura – estaba cerca. Me recomendó frente a la clase – que me miraba con cara de estupor – que leyera más alto y más despacio. Yo sólo quería salir de allí. Ni siquiera esperé a que terminará la última canción y me di a la fuga. La abstinencia me estaba matando.
Mi relación con Regla se volvió cómica. Estuve una segunda vez en la peña por no tener nada mejor que hacer un sábado por la tarde. Lo tomaba con más ironía. Ese era un beneficio vetado al resto de los participantes que, con sincera solemnidad, sonreían desde lo más profundo de su avejentado ser. No tenía problemas con eso. Lo que me pareció perturbador fueron las divagaciones de un señor durante uno de los interludios. Justificaba la destrucción de obras de arte como algo revolucionario. En el contexto, aquello desentonaba o era una muestra clara de la naturaleza última del performance mensual. Era una celebración de la armonía social. Estaba en un culto religioso y se estaban reuniendo para adorar un Dios impreciso. Las implicaciones políticas no me gustaron. Pero Reglita me siguió llevando invitaciones mientras yo me escudaba en otras ocupaciones inventadas. No había manera de disuadirla. Durante un tiempo me dejó de saludar al coger a mi abuela en la mentira de que tenía universidad ese día. No creo que fuera consciente del lado perverso de lo que hacía. Fuera de su trabajo en la biblioteca, no recuerdo más nada de ella y es como si fuera un fantasma que trataba de llevar incautos al lugar. Quizás siga por allí. Siguió insistiéndome al poco tiempo y – si la enfermedad o la muerte no la detuvieron – ha de seguir. Soy yo quien no está.