Antonio quería irse para EUA. Así era desde que una novia de adolescencia se le fue, creo, en una balsa. Quería tener cosas. No la típica cadena de oro o zapatos Nike – que no le hubieran molestado – sino una casa, carro, niños y perro. Me lo repetía casi a diario. Siempre usaba las mismas palabras, de tono homogéneo y una falta de corrección gramatical que obligaba a esforzarse por entenderlo, con la convicción de que eran perlas de sabiduría. Los cerdos huían de ellas. Yo me hubiera unido a la piara pero la silla de ruedas no se movía sola – las eléctricas son propensas a quedarse sin batería o romperse – así que estaba atrapado. Las circunstancias me obligaban a tenerlo de amigo. Además, ya casi tenía listo los papeles para viajar como refugiado político así que no duraría mucho. Lo conocía desde hace poco. Llegó al lugar como víctima de un socio que tenía un sistema bastante elaborado para financiarse las borracheras: cazaba almas perdidas.
El recién llegado tenía todos los elementos para ser alguien que no encajara muy bien. Hablar no era lo suyo. Y era evidente que no se daba cuenta de sus limitaciones porque no paraba de hacerlo. Le pregunté al que lo trajo. Según él, y a pesar de la evidente falta de tino, era un genio para los negocios. Dinero, tenía. Por otro lado, ninguno de nosotros era un referente de alguien acaudalado y cualquiera nos lo parecía. Por supuesto, se me pegó. Entre sus muchos méritos, además de conocer “a todos los artistas de este país” (cualquier habitual de la televisión servía para la etiqueta), era un conocido “disidente” u “opositor” o “defensor de los derechos humanos”. Mucha gente le tenía reservas por ello. Pero en mi caso, la curiosidad era más fuerte que el instinto de protección.
No saqué mucho. Mencionó a Gandi, Martin Luther King y la resistencia pasiva tratando de explicarme en términos que él entendiera. Lo hizo cada vez que salía a relucir el tema. Sacando el hecho de que no lo internalizaba – a ada rato se fajaba con alguno al que calificaba como “un loco” incluso llegando a las manos – la mala gramática y la redundancia, sus películas de represión no tenían pérdida. El hombre sin duda conocía las celdas. Estaba seguro de que no mentía porque muchos de los episodios que contaba o las personas que refería tuvieron eco en la propaganda estatal. Un amigo sacó una teoría. En uno de esos viajes al centro de interrogatorios de Departamento de la Seguridad de Estado, Villa Marista, le dieron electroshocks hasta que olvidara su nombre. Probablemente se llamaba Yosvanislen y no Antonio. Un tiempo después logró irse a cumplir su sueño americano.
Dos años después regresó. Su historia – me costó meses y paciencia sacar algo coherente – era que no le había ido bien. Ni dinero traía. Yo estaba buscando cuidador – mi abuela contrataba a alguien para que ayudara a bañarme y salir de la casa – y él estaba sin trabajo. Tenía un historial de asistentes locos. Empecé a andar con él y, mientras evitaba que me rompiera el cuello con su poca delicadeza, me fui enterando de los pormenores. No contaba con nadie que lo recibiera. Sus decenas de conocidos, sí acaso, lo acogían una noche y se daba por cumplida la caridad. Al siguiente día, a buscar trabajo. Sólo encontraba opciones temporales y con poca paga a pesar de que no le hacía asco al trabajo. Ahí radicaba el secreto de su anterior éxito. No escatimaba esfuerzos si consideraba que podía tener una ganancia decorosa. Allá sólo tenía jefes. Las posibilidades de ser contratado disminuían por no hablar inglés y, siendo franco, no muy buen español. Como que no se enteraba de nada.
Miami se le aparecía como un teatro de sueños en sus zonas turísticas y de high life; Cuba con desarrollo en la televisión; una película de mafia en donde pernoctaban los mendigos. Le gustaba la limpieza. Después de años de “defensor de los derechos humanos” su postura terminó en que lo mejor era privatizar para que todo estuviera limpio. El desarrollo era bueno. Y la aspiración debería ser una ciudad llena de edificios con cristales todo pulcros y nuevos. Allá la gente estaba loca. Era por culpa de la droga que los ponía agresivos. Algo vivió. En sus aventuras de desahucie, terminó compartiendo habitación en un motel con un tipo. No pregunté quién era. Por supuesto que hablaba español y, casi seguro, era cubano. En plena madrugada, se puso a cocinar. No indagué sobre exactamente qué pues en su mente era un todo genérico pero, por la descripción, parecía crack o metanfetaminas. La pistola no le dejó ninguna duda. Salió corriendo del lugar y espero a que amaneciera para recoger sus cosas.
También probó suerte en Norte. Es común que haya más trabajo pero el inglés se vuelve obligatorio. Había un par de anécdotas de Mississippi. En una ocasión lo confundieron con un nieto de Fidel Castro – que era idéntico a él pero malvado – y casi lo matan unos negros. No pedí detalles. Otro día estaba sentado fuera de una gasolinera muerto de hambre y sin dinero. Otros dos negros le preguntaron. Por señas les explico que no había comido en días. Entraron al local. Momentos después, le dejaron caer un paquete de comida en las manos y siguieron corriendo por la carretera. Él también se fue de allí.
Volvió al sur. En poco tiempo se vio viviendo en la calle con pocas pertenencias y nada de dinero. Al menos contaba con una bicicleta. Le permitía ir a los lugares donde repartían comida para los desahuciados y mendigos, además de buscar trabajo. Hasta que se la robaron. Fue al lugar donde la guardaba y encontró a dos tipos cortando la cadena. Su reacción fue natural. Caminó hacia ellos gritándoles “¿Qué haces, loco?”. Lo encañonaron. No tenía experiencia en ello pero atinó a levantar las manos y ponerse de rodillas. Desistieron de ir a más. Ya tenían el vehículo y un muerto no era necesario. Quedó restringido a la zona. Se dedicó a comer sobras que sacaba de los basureros, llegando a comerse una brujería – ofrenda religiosa –, algo que en su mente era peligroso. Pero el agua casi lo mata. Beber del grifo no es seguro allá y se contagió con un parásito. Estuvo grave. No puedo explicar cómo viró – a pesar de su afán en dar detalles – porque jamás entendí.
Su madre no tomó bien que regresara. Supongo que, después de tantos años de vivir en la zozobra, era un alivio que se hubiera ido. La hostilidad era obvia. Lo sentía y trataba de encontrarle una explicación. “A mi mamá me la cambiaron”. Empecé a darle un discurso de ánimo con pinceladas de psicología pero me interrumpió con un “no me entiendes”. “Me la cambiaron por una idéntica a ella”. Me quedé sin entender o, más bien, pretendí que no había pasado. No sirvió de mucho. Cuando llegamos al parque – íbamos de camino – se sentó en uno de los muros exteriores me repitió la historia más el elemento de “una mente cochina que nos quiere hacer daño a todos”. “Me tienes que ayudar que ayudar a ver quién es para llevarlo a la policía”. Para mí se desprendía que si alguien era capaz de implementar semejante plan, era con el apoyo de las autoridades y hasta el mismísimo cuerpo policial. “¡No!¡La policía está para ayudar a la gente!” gritó. Tanto razonar como seguirle la rima resultaban potencialmente peligrosos. Escogí la inacción. Le confesó sus tribulaciones a varios que no sabíamos muy bien cómo reaccionar. La situación resultaba cómica. Si se intentaba demostrarle la irracionalidad de su certeza, concluía que su interlocutor era “un loco”.
No era su único delirio. EUA era una especie de distopía descentralizada donde gobernaban unas personas imprecisas a través de contratistas de seguridad privados. Y desaparecían a la gente. Miami era de Fidelito – el mismo que tenía un hijo idéntico a él – y Mariela, ambos Castros, y todos los autos antiguos que circulaban por La Habana tributaban al primero, mientras que los restaurantes a ella. No pedí fuentes. En este punto me había llegado el testimonio de que era “un loco” y no iba a arriesgarme a una sesión de explicaciones. En medio de todo, desplegó su genialidad. Con dos trabajos, y cualquier negocio de poca monta que encontrara, reunió el dinero para el vuelo de regreso a EUA. Aprovechó el tiempo con exámenes médicos. Se volvió un apóstol de la vida saludable predicando contra el tabaco, el alcohol y el café. También hacía planes. Una casa rodante allá y una flota de autos acá con choferes contratados que le pagaran alquiler. Su viaje llegó en eso.
Conseguí otro ayudante, nuevamente poco cuerdo, y seguí con mi vida. Meses después me contactó. Había descubierto Facebook, estaba nostálgico y, sobre todo, necesitaba trabajo. Le escribí a varios conocidos. No pude concretar nada pero él siguió insistiendo. Entonces descubrió whatsapp y youtube. Me llenó el chat de videos sobre la cría de camarones en tanques. Nos haría ricos. Tras muchas explicaciones sobre cómo tenía – yo – que llevar a cabo el proyecto, lo bloqueé de todas las redes. Volvió a Cuba. Una amiga en común me contó que preguntó por mí. Le pedí que no le diera mi número.