Guerra asimétrica

Era una forma de guerrilla. Nos agrupábamos, nos desbandaban y volvíamos. Se volvió una rutina. Como estilo de vida, me agotaba pero no veía otra opción. No había a dónde más ir. Mantener posiciones —no se me ocurre otra manera de llamarlo— era más una cuestión de inercia que de voluntad. Pero no estábamos ganando. El desgaste era evidente y todos nos sentíamos cansados hasta el punto de que ninguno se atrevía a tomar acción. El sabor a cenizas permanecía en mi boca. Yo ya estaba dispuesto a tomar responsabilidad por mis acciones —y asumir las consecuencias— pero no confiaba en que alguien más lo hiciera.

El ambiente del Café se volvió denso. No solo tenía que lidiar con la administradora —y todos sus secuaces— sino que ahora también tenía que tolerar la presencia de Jenny. L.A. también se sumó a la tensión. Era demasiado cobarde como para hacer algo, pero se sentía amenazado por mí. No pudo soportar la tentación de dejarlo claro. Fue una especie de catarsis rara en la que me gritaba —muy histriónico todo, como el actor mediocre que era— y yo le devolvía el favor diciéndole que hiciera algo de verdad. Era todo muy ridículo. Para mí era imposible darle la golpiza que deseaba y —dada su antipática personalidad— había una inmensa fila de gente esperando a que me tocara para satisfacer mi frustración. Nunca sucedió. Igual, era algo más del folclor local que hubiera preferido no estuviera. Había otras cosas que me preocupaban. No quería quedarme solo allá —y no porque temiera que algo me fuera a suceder— sino por la obligación de mantenerme en continua alerta. Quería relajarme. Lograba manejar la situación coordinando horarios e, incluso, yendo a buscar gente. Me funcionaban Alain o Canteli por la cercanía, pero el método era susceptible de fallar. Un día estuvieron ocupados. La administradora quería cerrar El Café —quizás por vagancia o quizás para poder desfalcar sin la presión de un testigo— y solo había dejado dos mesas. La regla era consumir e irse. No aplicaba conmigo porque —técnicamente— yo no estaba ocupando ninguna silla. Hice mi orden. No fue difícil dilatarlo —sabía horrible— y lo realmente difícir era prender un cigarro. No podía hacerlo solo aunque tuviera fosforera. Me dediqué a vigilar a la gente que pasaba y esperar a que alguno fumara para prestarme fuego. Le hice señas a un conocido. Doblaba por la esquina como si fuera en dirección al parque, por lo que no le tomaría mucho tiempo acercarse. Estábamos saludándonos cuando se acercó la Junior. “¿Puedes llevártelo?” soltó como si nada y para mi incredulidad. Él me interrogo con la mirada. Sacudí la cabeza y la respuesta fue que no iba en dirección a mi casa. La mensajera volvió a la barra a informar el resultado. Su jefa empezó a dar gritos de los que me pude oír alguna frase suelta —“¡Que se acabe de ir!”— pero decidí no inmutarme. Una leve contracción del labio superior. Era parecido a una sonrisa de desprecio —he estudiado el gesto— y no rehuí del contacto visual. Me fui cuando llegó un conocido que me convino. No fue mucho —apenas una prueba de fuerza— pero bastó para que pudiera relajarme ante la falta de acompañante.

Claro que el orgullo precede a la caída. Después de ese día, me volví más confrontacional y perdí el sentido de la moderación. Ella no iba a ir directamente contra mí. Yo no lograba mucho con esa actitud, pero me intoxicó la libertad recuperada; la victoria que había logrado. Las oportunidades de expresarlo sobraban. Desde los dependientes —que hacían casi todos un pésimo trabajo— hasta sus amigos policías —que se comportaban como los dueños del lugar—, todos habían ganado mi profundo desprecio. Allí estaban, luciendo el uniforme. Eran tres o cuatro —se notaba que eran todos del interior— y llegaban en grupo a hacer tertulia con ella. No puedo imaginar de qué hablaban. Uno en particular me resultaba repulsivo —el más joven— por su mirada hostil. Vestía de verde. Era el color de los que estaban militarizados —control interno o hasta la sección de inteligencia del ejército— y andaba en moto. Tenía la costumbre de parquearla en la misma entrada. Eso me obligaba a subir por el costado —era un quicio doble— y girar el sillón sin apenas espacio. No me molestaba a mí. La maniobra la llevaba a cabo la persona que me llevaba.

 Una noche me cogió molesto. Entré al Café diciéndole que parquear obstaculizando el acceso a un espacio público era una infracción. El tipo se acomplejó. Fue a donde estaba yo y encarándome —tuvo que agacharse— me preguntó si sabía quién era. La postura corporal del que me llevaba cambió para —al menos— poderle dar un empujón al enano uniformado frente a mí. ¿Qué me detenía de decirle “alguien con muy mala higiene bocal”?…. Pero la memoria de lo que pasó con Ale en la estación saltó. Le dije que era un funcionario público con un uniforme que respetar y masculló una amenaza vaga, como “no sabes con quién estás hablando”.

De nuevo estaba picado. No pasó mucho tiempo para que quisieran botarnos —una noche cualquiera— del lugar horas antes del horario de cierre. Pero nadie quería irse. Me nació agitar la cosa y —por decirlo de alguna manera— llamar a la desobediencia. Tenía un argumento legal: faltaban dos horas y ella tenía la obligación de prestar servicio. La administradora nos miraba desde la barra riéndose. Dos tipos entraron —clásica estampa de delincuentes— y fueron hasta donde estábamos. “¿Quién está hablando de política?” preguntó uno. Eso cogió a todos por sorpresa y a mí —que intuía por dónde iba la cosa— me dio por encararlos con calma. Les pregunté cuál era el problema. No me respondieron —se limitaron a mirarme por un segundo— y se viraron hacia el más débil del grupo. Había llegado poco antes que ellos. El Lachi —se llamaba igual que el actor— era uno de los (varios) tontos del pueblo. “¿Tú eres el político?”. Se paró por instinto porque ni yo —mucho más consciente que él— estaba claro de lo que pasaba. Fue una movida callejera típica. El tipo que estaba delante le tiró un galletazo y, antes de que pudiera responder, el otro lo aguantó. No sé por qué nadie se metió. Quizás todos se congelaron —como mismo hice yo— y solo reaccionaron después de que se soltó. Salí gritándoles que eran unos cobardes. El resto terminó en la estación de policía para una denuncia que —por supuesto— no prosperó. Ese fue el último episodio memorable de la Guerra.