Soy muy susceptible a los cambios de perspectiva. Esto está relacionado con el hecho de que las mías suelen ser estáticas —como cuadros en una galería— y el movimiento se me hace poético. Voy a un estado de trance. Incluso, pudiera decir que el viaje sucede en otra dimensión; espacio; temporalidad. Es, en esencia, hacia el interior. Pudiera hablar, quizás un poco a la ligera, del universo-viaje en oposición al universo-vida cotidiana (o normalidad). Descubrí eso en una guagua. En medio de esa masa de gente —todos los clichés de sudor, gritos y música ambiental no solicitada— sentí una cómoda calma que se transformó en un poema. Aunque siempre lo fue.
Aquella primera guagua fue fácil de coger. Alejandro metió el sillón de ruedas en el espacio que daba a la segunda puerta —desprovisto de asientos— y trabó su pierna entre las paletas (las cosas de apoyar los pies) para impedir que se moviera por la inercia. Eso no resolvía el problema de mi torso y cabeza. Cada curva me sacaba de un lado a otro, por lo que lo más seguro era reclinarse hacia atrás y estabilizar el cuerpo haciéndolo compacto. Básicamente, me hacía un ovillo. Por supuesto, eso fue descubierto sobre la base de la prueba y el error durante varios viajes.
El tramo desde el centro al barrio de Ale fue corto. Unos minutos y desembarcamos —una pequeña avanzada— en la avenida que atravesaba el municipio, dividiéndolo a la mitad. De día era fea. De noche, lúgubre y extrañamente irreal con sus fachadas de casa como si fueran parte de un decorado a base de papel maché en una película expresionista, lo que era una mejora. Doblabas a la derecha y estabas fuera. El cambio fundamental era sonoro —se apagaba el tránsito y el movimiento de personas— aunque podía darse uno lumínico. Las calles secundarias solían ser más oscuras. Alguna que otra fiesta —sobre todo los fines de semana— irrumpía la irregularidad como un hormiguero en medio de una pared. No solía frecuentarlas. No soy bueno en los eventos sociales demasiado concurridos —me abruman hasta el límite del pánico— y la música me impide hablar en mi tono normal —no puedo proyectar lo suficiente— así que me anulo casi por completo.
La fiesta era en la misma entrada del barrio. La loma donde estaba la casa era tan inclinada y larga que se llevaba dos cuadras totalmente urbanizadas. Otras dos más abajo y —en la base de otra pendiente— se hallaba la casa de Alejandro. Pasó por allá a tranquilizar a la madre —solía ser un poco controladora—, a comer o recoger la droga e incluso las tres. Eran los tiempos felices de la ketamina. No consumía eso ni pastillas —soy bastante clásico y me limito a las tres grandes (café, tabaco y alcohol) más la marihuana— pero casi todos mis amigos le daban a lo que hubiese a mano. Él vivía bien. Nunca supe a qué se dedicaba la familia, pero las dos casas que visité —los padres y la abuela con la tía y primos— estaban correctamente acomodadas. El padre, incluso, tenía un carro. Tras las presentaciones y una despedida breve, volvimos sobre nuestros pasos. El lugar empezaba a llenarse. Cargar la silla fue un poco más trabajoso que subirla a la guagua por la cantidad de escalones. Me dejaron en un rincón con vista panorámica. No sé en cuál habitación lo hicieron pero, al volver, ya se habían empolvado la nariz. Empezó otra tradición: yo era el guardián de mis amigos drogados y borrachos y locos.
La ketamina pide pierna. Eran tres a cuidar así que no tenía tiempo de relajarme. Tenía mecanismos para Brayan y Ale. Mayito era otra cosa porque no lograba establecer un vínculo ni imaginario ni real. Era un socio del barrio. Vivía a unas tres cuadras del Café, por lo que siempre andaba por allá como un animal perdido en los predios de un restaurante. No era muy brillante. Tenía talento para las estafas, pero eso nos tomó un tiempo descubrirlo. Aquella noche lo que se puso en evidencia fue su mal gusto para vestir con el uniforme —en versión bajo presupuesto— del orgullo gay (gorra de plato incluida). No era lo suyo. Alejandro lo comparó con un tamal y yo —viéndolo hacer “bailes sexis” con música disco imaginaria— con un padre de familia en el closet aprovechando una escapada. Lo peor es que es (o era) heterosexual. Paradójicamente, fue el que menos atención requirió, ocupado como estaba en mostrar su outfit a las nenas y a todo el que quisiera admirarlo.
El Brayan se puso sociable. Le dio por seguir a Alejandro por todo el lugar como lo haría un perro. “Asere, entretenlo que me tiene quemado”. Lo llamé y le dije que se sentara a mi lado con el pretexto de que podía necesitar ayuda. Y su atención se fijó en mí. O peor aún, y para que mi noche también fuera entretenida, en los vellos de mi brazo que acariciaba con la palma de la mano. Debió ser una escena rara. No sé si alguien la notó pero en un momento se puso de pie y Ale ocupó su lugar con su mejor cara de ir en bajada. Y en eso regresó el otro. No iba al petting (toqueteo con ritual extra) si no a contarnos que había irrumpido en una escena sexual tras la puerta de una habitación. “Asere, ¡está buena!” le dijo al tipo que lo acompañaba a la puerta. “¡Déjame mirar!” dijo antes de que lo sacaran definitivamente cogido por el brazo. Nos tuvimos que reír.
No recuerdo por qué nos fuimos. Camino a un parque, nos cogió un aguacero que nos tuvo bajo el agua una cuadra antes de llegar a un portal. Llevaba mi poesía impresa. Creo que había pasado por alguna actividad de La Casa de Cultura pero no logro precisar. Escampó y volvimos al centro. Por el camino, a Mayito —que no había destacado en todo la noche— le dieron ganas de cagar y tuvimos que esperar afuera de un área deportiva. Fue intenso. Un ruido como si golpearan una plancha metálica seguido de un intenso olor a metano nos dejó a todos muertos de asco… y risa. Llegamos al Parque. Aquella noche no se suponía que volviera así que no me iban a abrir la puerta si lo hacía. Les dije que me dejaran en el portal. Esperé a bien entrada la mañana y regresé pidiéndole a alguien que me hiciera el favor. Estaba cansado, frío y mis poemas deshechos.