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“Tenemos un problema” me dijo. Ella acababa de entrar por la puerta y plantarme un beso que no me esperaba del todo. Era la primera vez que nos veíamos. Antes de ese momento, éramos presencias en un chat – casi una proyección de nuestra ansia – que se iba condensando cada día hasta alcanzar un peso total. Ambos existíamos; teníamos soporte en la realidad. Allí, donde habitábamos, a ella acababan de robarle el bolso con la licencia de conducción, el pasaporte, los espejuelos y el dinero para la estancia. Era una potencial catástrofe. Los planes que habían en juego – y no eran solo mi oportunidad de vivir una aventura –  pendían de un hilo. Había una maleta de medicamentos camino al centro del país.

Para mí, empezó con una foto. Facebook es un corral de puercos – la imagen es obra de una amiga –, lo que implica que puedes tropezarte con alguna que otra perla en el barro. No sabía qué pensar. Mi país genera opiniones polarizadas y levanta simpatías enfermizas. Podía ser otra agente del Estado. Se movía en un espacio – el repentismo y la décima – que están bajo el paraguas del nacionalismo. Además, era (es) italiana. Es uno de los tantos lugares donde nos miran como si fuéramos el último bastión de la utopía. Ya ni siquiera vale la pena discutirlo. Después de muchos exabruptos, comprendí que era una cuestión religiosa y que no se trataba de la verdad ni de la moral. Ella me contactó. Quería una opinión anarquista sobre la marcha cívica que estaba anunciada para noviembre del 2021 – con la antelación suficiente para que el aparato represivo se activara – y había expectativa respecto a qué podría pasar. Fue más de lo mismo. El mecanismo de terror estatal – bien afinado y dispuesto a no dejar un rastro de sangre – y mi escepticismo se vieron reforzados. Nadie tenía nada que ofrecer en cuanto a política se trataba. Lo dije con la misma tranquilidad con que asumí que muchos amigos serían víctimas de la represión y no podría mantener la neutralidad. Ambos estábamos claros en ello. Nos llevó varias conversaciones que se fueron enlazando en un tema más interesante, si no, más vital: quién era cada uno y cómo llegamos a dónde estábamos. Empezamos a hablar de nosotros porque cada postura política es una historia de vida simplificada en términos académicos hasta el punto de borrarla.

Conoce el país. Llevaba viniendo desde hacía ocho o diez años por motivos académicos – que terminaban siendo personales – y no era una fanática haciendo peregrinaje. Su historia resultaba fascinante. Tres continentes, varios países y la memoria – ya lejana – de un mundo que había dejado de ser. Menos que eso me ha hecho cínico. Ella parecía haber transitado por la vida – esa fosa séptica – como si nada la hubiera ensuciado. ¿Alguien que no había superado la adolescencia? No, eso último no encajaba con la imagen de la Dra. en una de las universidades más prestigiosas de Latinoamérica. Tampoco empezó por ser amigos. El “aquí y ahora” – que ya existe en los términos de pasado – se volvió el centro de nuestra conversación. Yo sobrevivía en el ojo del huracán y ella viajaba. Entonces me llevó con ella por el norte de África, el Mediterráneo y México para evitar que enloqueciera en mi encierro. Tal vez no era la causa. Puede ser que mi compañía realmente le diera una nueva dimensión al viaje. Pronto se me confirmó esa tesis. Se le ocurrió que la acompañara en aquel viaje a llevar unos medicamentos y empezó a fraguarse un proyecto que llevaría a aquella tarde donde teníamos un problema. Pero antes hubo otra foto. En esta llevaba una camiseta de Hello Kitty que apenas le cubría las nalgas. Quizás ahí entró la dimensión sexual. Pero marcar un momento preciso es como darle a los turcos el poder de crear la modernidad. Era algo que venía sucediendo. Incluso, el acompañamiento fue anterior a la costumbre de viajar y empezó unos pocos meses después de conocernos, cuando casi me mata el covid. Si hay un tiempo inconmensurable, está en las emociones; los sentimientos. No puedo medir su crecimiento como mismo no se puede dar una medida de ningún otro sentir o pensar. No pertenecen a lo cuantificable.

No tuve tiempo de observarla. Se armó una vorágine entre desempacar, repartir cosas, preparar el viaje y ver cómo se solucionaban las pérdidas del robo. Se lamentaba de su ingenuidad. Podía entender la frustración. Pero no hubo tiempo de que yo procesara nada de lo que estaba pasando. Más urgente era avisar sobre lo sucedido. Iba del carro – el mismo donde había hecho el favor de adelantar al tipo que le llevó el bolso – hasta mi teléfono – llenándose de notificaciones – para volver al equipaje. En algún momento descubrió que no le habían robado el celular. Pudo poner una línea pero aún tenía que poner la denuncia para poder sustituir la licencia de conducción también perdida. No me gustan las estaciones de policía. Mis experiencias con ellas no son las mejores aunque – y esto me conforta – es extranjera, blanca y Dra. Estará a salvo, me digo. Regresó dos horas después sin haber resuelto nada pero ya iban a llegar las visitas. La noche continuaba. Me vi convertido en un anfitrión – un adorno en medio de la fiesta – mientras ella brillaba con toda su luz. Comimos; bebimos; reímos. Acepté que no sabía qué expectativa tener y que el “universo” tendría sus fuerzas dispuestas – y eso incluía todo lo concebible y lo inconcebible – para que los próximos fueran interesantes.

Ella volvería por la mañana a hacer la denuncia. No había dormido mucho – por no decir prácticamente nada – y le esperaba un largo día. A las tres de la mañana la gata nos tocó la puerta. Quizás por celos pidió dormir entre los dos y estuvo pisoteándonos hasta que decidió irse. Las visitas se habían ido tarde. El tiempo que nos quedaba; el espacio que nos robamos se hizo absoluto a pesar de que no estaba destinado a durar. El viaje esperaba.