Un adolescente inicia el curso con una semana de retraso. Llega a su nueva aula en la escuela donde ha sido alumno durante siete años con la maestra ya parada frente a la pizarra. Sólo hay un puesto vacante. Al lado se sienta un muchacho rubio y paliducho que no ha visto antes. No tiene lápiz para escribir. Su compañero, que tiene trazas de ser un tipo inteligente y aplicado, le ofrece uno. Así comenzó la amistad de ellos. En la mente de dos jóvenes ingenuos, algo así pudiera ser aunque parezca sacado de una novela de crecimiento alemana al estilo de Mann o Hesse. La vida es mucho menos metafísica. Creo que las razones para que ambos coincidiéramos – era yo el novato – tuvieron mucho más que ver con la fatalidad.
A los doce años, yo no sabía nada sobre el mundo. No hay mucho que puedas hacer con un cúmulo aleatorios de conocimientos sobre biología, historia o, incluso, matemáticas. Era mi “legado familiar”. No es que se preocuparan particularmente por ello sino que era un espacio donde no molestaba. Lo cierto es que aquello se me daba. A punto de empezar la secundaria, decidieron que lo mejor era que empezase en una “escuela especial” para discapacitados porque, decían, era una lástima que desaprovechara mi intelecto. Me vendieron bien la idea. No se me ocurrió proponer que me llevaran todos los días a secundaria más cercana, si era tan relevante que estudiara. Hubieran argumentado que allí tendría mejores condiciones. La propaganda estatal y un tour organizado me convencieron de que iba a un campismo de lujo.
Mi compañero – llamémoslo S – tenía una historia distinta. Había empezado allí, en primer grado, con dos años de atraso. Tenía sentido. Vivía con su padre, un rastrero, y su abuela en uno de esos pueblos sin identidad, esencialmente agrícolas pero llenos de edificios, en lo que hoy es Artemisa. Quizás hubiera alguna escuela primaria cerca. Es fácil presuponer que no había nadie dispuesto a levantarlo a diario para que fuese a la escuela. Ni tampoco les importaba mucho. S no tenía ninguna limitación que le impidiera asistir a clases regulares más allá de que no era particularmente inteligente. La madre vivía en la periferia de la ciudad con dos hermanos. Era más como la tía chévere que se lo llevaba a pasar las vacaciones en la playa en una especie de ambiente liberal con dos tíos mujeriegos y una constelación familiar difusa. Nunca supe cómo habían llegado a ese arreglo. Aunque nunca lo oí mencionar un programa de televisión, más allá de la pelota, y mucho menos un libro tampoco le faltó ropa, comida o dinero. El padre iba a buscarlo cada viernes y lo devolvía el lunes por la mañana.
La segregación era evidente. Los albergues, atravesados por un pasillo con los cubículos dispuestos a un lado y una terraza al otro, estaban divididos entre gente de la capital, cerca de la entrada, y los que vivían allí, hacia el fondo. A su vez estaban dispuestos por edades. Había un rango de tres grupos aunque el criterio el criterio de edad se yuxtaponía al de autonomía y grado escolar. Caso a caso, se indefinía más aún. La conclusión a la que llegué era que distribuían a los alumnos en función de manejarlos mejor pero a un nivel personalizado.
Mis primeras semanas fueron un infierno. Hubo nostalgia, que duró un par de semanas, y bullying, que fue una constante durante casi tres años. Yo era considerado débil. Alumnos de mi año o, incluso, de cursos inferiores eran masas de músculos sobre ruedas – si no es que caminaban – y la inmensa mayoría era mayor que yo. Mi enfermedad afecta la musculatura. Irónicamente, la primera vez que recibí una agresión directa fue de la mano de alguien con una enfermedad parecida a la mía. Era más débil, de hecho. Se acercó a mí e, impulsando hacia delante el puño con la otra mano, lo estampó en mi mejilla. No sé aún porque lo hizo. Supongo que fue porque podía sin que hubiera consecuencias de ningún tipo. ¿Qué podía pasarle? Era un huérfano con una enfermedad que iba a matarlo en los próximos años – como sucedió – al que tenían allí a falta de una institución mejor, por lo que era libre para hacer lo que quisiese (o pudiese). No fue ni la peor ni la última. Tiempo después estaba sentado en una de las terrazas de la escuela con un compañero de cubículo, ambos en nuestras respectivas sillas de ruedas, cuando llegó un tercero que conocía de vista aunque nunca habíamos hablado. Tenía esa expresión estúpida y hostil. Me pidió ver un lapicero, de esos de “mírame-y-no-me-toques”, que llevaba en la mano por vicio y ansiedad. Me negué. Me cogió por el pulóver con la mano derecha a la altura del cuello quitándome lo que deseaba con la izquierda. El otro muchacho se metió. Como toda buena pelea de escuela, no hubo un ganador definido, pero, aunque uno caminara, el otro tenía mayor musculatura por el simple hecho de verse obligado a levantar su propio cuerpo con los brazos. No volví a ver el lapicero. Al agresor lo transfirieron días después para una “escuela de conducta” y nunca más volví a saber de él. Eso no era tampoco lo más difícil. Había que ducharse con agua fría, lo que no era un problema en verano, pero sí en el invierno de la zona más fría del país. La neblina era común por las mañanas. Hablar de la comida sería monótono porque incluso hoy, veinticinco años después, puedo recordar el menú de orden y era prácticamente incomible. No es que tenga buena memoria. Una sería arroz, chícharo, revoltillo, arroz con leche, pan, y la otra arroz salteado, sopa, arroz con leche y pan; alternado almuerzo comida sin que uno correspondiera a un horario. Prefería el primero. También estaban las meriendas que, durante una racha de semanas o meses, podían ser leche, yogurt o té de menta tres veces al día más el desayuno de pan y leche que siempre sería aguada. Pero era mejor que cualquier otra escuela.
S era el tipo más fuerte de la escuela. No creo que fuera una cuestión de mera conveniencia pero, definitivamente, andar cerca de él tenía la ventaja de dotarme de protección. Entendía el lugar mejor que yo. No es que no entendiera de hostilidades – mi familia me había educado en y bajo ellas – pero todas dentro de un marco de posibilidades esperadas. Entonces, todas se trastocaron. Llevaba dos meses allí cuando un viernes, al salir de pase, me tuve que desviar para casa de mi abuela. Mi madre no estaba esperándome, como solía hacer. Me recibieron dos tíos con los que no tenía ya buena relación en aquel entonces y empezaron a darme una charla en tono solemne. Ya sabía que algo había pasado. En el transcurso de la semana, en un periodo de apenas cinco días, mi madre había entrado en el hospital para no salir. Darme la noticia tampoco era el objetivo. Más que apoyarme, lo que buscaban era dejar claro el nuevo orden de las cosas donde yo era poco más que un premio de consolación para mi abuela. Fueron dos días raros. Sabía que estaba sentado en un barril de pólvora con un cigarro entre los labios pero, pasado el shock inicial, no puedo decir que hubiera llegado a la zona de colapso. La vida continuaba. Mi prima mayor me dijo que me había tocado crecer antes de tiempo y, aunque no tenía una idea clara de las implicaciones, me lo creí. Me mandaron de vuelta a la escuela el domingo. Si antes era un freak por nerd, lo de huérfano incrementó mi aura hasta el punto de volverse incómoda la atención. No recuerdo como S lo supo. El lunes al llegar, me abrazó y me llevó a uno de los rincones donde solíamos escondernos para beber un cuarto de botella de ron y fumar. La gente esperaba otra cosa. No sé qué, exactamente, ni cómo se enteraron pero me había ganado reputación de insensible. No me molestó. Si alguien no era lo suficientemente vulnerable como para derrumbarse ante la muerte de su madre, no lo sería para quebrarse ante un poco de acoso adolescente por muy violento que fuera.
Había niveles de mala actitud. Beber y fumar no estaba permitido pero se hacía, incluso, con la complicidad de muchos de los adultos. El sexo era otra cosa que rondaba el ambiente. Gran parte de la energía se dedicaba a ello, pero, en mi caso, fluctuaba entre el desinterés y el embullo que, muchas veces, estaba determinado por la presión grupal. Tuve mi primera novia a finales del curso. No recuerdo mucho de ella más allá de que parecía más adulta que yo, a pesar de tener la misma edad, y al año fue trasladada a una escuela regular.
Mi gran problema era de integración. Nunca había usado uniforme en la primaria y detestaba la idea de usar uno a esa altura de mi vida así que me empeciné en hallar escusas para nunca tenerlo en condiciones. S tampoco usaba. Quizás encontrara una camisa que le sirviera pero no un pantalón. Yo no tenía problemas académicos. Pero tampoco me integraba en el entusiasmo que se esperaba de un alumno orgulloso de pertenecer a una institución que era referencia nacional para cualquier visitante que quisieran impresionar en alguna oficina de la cancillería. Ser ejemplar requería tiempo y esfuerzo. Los míos estaban mejor empleados en leer y hacer lo que entendiera cuando quisiera.
Así pasó mi primer año. Después del curso, lo único que tenía nuevo era la amistad. Y pensaba que era lo más importante.