Vivo en una isla. Se supone que eso genere cierta protección contra la locura del mundo exterior; la ola que barre la cultura occidental. Debería haber una segunda barrera. El sistema político está diseñado para reforzar el Estado y, con ello, el chovinismo y toda la parafernalia nacionalista. No funciona. Vivo en una de las sociedades más posmodernas; Occidentales y consumistas que se pueda imaginar. Habrá quien cuestione eso último. Pero es una adicción y —como siempre sucede con ellas— se hacen más evidentes en la abstinencia. “Somos lo que comemos” dicen. Otras veces somos nuestra hambre; el ansia que nos mueve.
Tuve cierto margen para decidir quién era. Para cuando llegué a la adolescencia —por los años dos mil— no estaba obligado a integrarme totalmente ni nadie se metía en qué música escuchaba. Ser una paria se volvió aceptable. Hasta el Ministerio de Cultura hizo un esfuerzo por darnos espacio dentro de la estrechez de miras de los funcionarios designados para la tarea. El grueso de la población pasaba del tema. No le importaba mucho quiénes éramos y tenían años de prejuicios acumulados donde todos los “pelúos” eran drogadictos. Y un montón de “blanquitos flojos”. La gente negra se pegaba más al rap. Fueron los años del Festival y el Boom contestatario que fue absorvido por la institucionalidad o convertido en reggaetón. Por eso Bárbaro resultaba tan bizarro. No es que entre los metaleros se le prestara mucha atención al tema. Éramos una minoría casi inexistente. Tolerarnos los unos a los otros —por encima de subgéneros— era una cuestión de supervivencia. Pero la gente que oía Metal Extremo era más sectaria. El black metal era nuestra marca de referencia cultural y todavía estábamos mirando hacia Noruega con casi quince años de retraso. El Negro y yo compartíamos ese gusto.
Nos conocimos en una fiesta, yo tenía veinte y él aún no había cumplido los dieciséis. Era en un segundo piso. No me iba a arriesgar por una escalera exterior mal construida y sin baranda en manos de un par de —en el mejor de los casos— borrachos. Allí había camaradería o, al menos, complicidad. Toda la noche hubo alguien allí haciéndome posta para no dejarme solo. Bárbaro fue uno de ellos. Creo que le dio curiosidad esa especie de tertulia intelectual paralela al death metal difuso que sonaba en la planta alta. Yo todavía estaba en la universidad. Estaba en esa época de leer obsesivamente y —no es que la cosa haya cambiado mucho— alardear de lo mucho que se sabía. Uno de mis temas era el esoterismo. No me lo creía pero veía la línea de conexión con mis intereses culturales, los cuales no se limitaban a la música.
Nos enredamos en una discusión. Él era un teísta convencido y yo era un escéptico radical con tendencias al agnosticismo. Eso primero es impreciso. Él prefería creer porque le daba más dimensión a un mundo que, de otra manera, resultaba inexplicable, pero —sobre todo— aburrido. Vivir en una película fantástica era mejor. Mi mentalidad racionalista era una barrera infranqueable para sus ansias de escapar. ¿De qué huía? Supongo que ninguno de nosotros lo tenía claro, aunque yo estaba más cerca de saber el porqué. En un momento me preguntó cuál era mi nombre. No nos habíamos presentado formalmente así que le di mis señas. “¿Tú eres El Boris?”. Estoy seguro de que en el municipio había otro freaky —así le dicen a los metaleros acá— pero definitivamente el artículo con mayúsculas me correspondía. “¿El Boris, El Blackmetalero?”. Sí, tengo que reconocer que hubo una época de mi vida donde me preciaba de ello, aunque hoy preferiría no recordarlo. Seguimos la conversación un rato más. La curiosidad finalmente me pudo y le pregunté qué se decía de mí pues, obviamente, se había asombrado ante la realidad. Era una leyenda, según él. Siempre tuvo tendencia a hiperbolizar —lo que devino mitomanía con el tiempo— pero aquella noche me describió como el terrorista prometido en la lucha contra el cristianismo. Reconozco que mi vanidad estaba inflada. Así me hice amigo (eventualmente enemigo) de él. No nos veíamos a menudo ni vivíamos cerca —Bárbaro estaba en un barrio de la periferia mientras yo estaba en el centro del municipio— pero teníamos una red de conocidos que nos mantenían informados a uno del otro.
Muchas cosas pasaban entonces. Había un repunte del protestantismo desde inicios de la década con consecuencias aún imprevisibles. Los odiábamos. Después de cuarenta años de estalinismo lo que menos queríamos era una restauración moral (al menos no en ese sentido). Y otra cosa —mucho más fugaz y muy ignorada por los nostálgicos del periodo— proliferó también por esa época: Las Sectas Satánicas. Y mis coterráneos no se podían quedar atrás. Tuve noticias de al menos dos en un radio de menos de tres kilómetros, y más allá de la frontera municipal —en dirección al centro de la ciudad— supe de otras dos. El asunto no me era ajeno. Un par de años atrás con unos amigos habíamos coqueteado con la idea pero —ya fuera por disfuncionales o porque la vida tuvo otros planes— no concretamos nada. Me dio curiosidad y bastante morbo. Empecé a preguntar —a riesgo de encontrar atención no deseada— sobre quiénes eran y de qué iban. Los primeros reportes eran vagos y más de lo mismo: sexo, drogas y rock & roll con un plus de profanación de cementerios, rituales bizarros y sacrificio de animales. Más alimento para mi escepticismo. Pero lo que se suponía fuera un rumor no paraba de crecer y en poco tiempo me enteré que los dos grupos locales se habían fusionado para hacerle frente a otro. Hasta uno de ellos se acercó a mí. Fue más parecido a un reclutamiento empresarial —o mafioso— que al proselitismo cristiano. El tipo no era muy brillante. No me parece que dar testimonio de la propia fe (sobre la base de desarrollar un pastiche cosmogónico que va desde Babilonia hasta las películas de Underworld) sea una muestra de brillantez. No me lo tomé en serio. Era un imbécil, quería impresionarme —supongo que por mi reputación— y solo le quedó el recurso de apelar al conocimiento —y “poder”— de su “Maestro”. Aquello era demasiado cómico. “Él te conoce…” me dijo “…y habla bien de ti”. “Los profanos lo llaman Bárbaro”.