El tipo llegó un día a la zona. Era blanco, pelado a rape, ropa raída y sucio. Apestaba. Yo tenía que ir allá, al menos, dos veces por semana y me gustaba llegar temprano. La espera me daba mucho tiempo muerto. Mis amistades cerca del lugar no siempre estaban disponibles ni yo deseaba castigarlos con mi presencia. Me quedaba en la parte alta del parque. Para llegar, daba la vuelta por la rampa que había en la esquina porque directamente una escalera impedía el acceso. Me encantaba mirarlo todo desde arriba. A mi derecha estaba la calzada, con carros, camiones y omnibús entrando y saliendo del municipio. Desde allí hacía su entrada. Llevaba dos cubetas a todas partes, llenándolas de restos de comida que iba acopiando por donde pasaba. No era una actividad atípica. En los barrios siempre había algún vecino que se dedicaba a recoger sobra para alimentar animales, generalmente puercos, lo que era una manera de disponer de los desechos. A veces daban un pedazo tras la matanza. Había otros que iban a establecimientos más grandes, comedores o restaurantes, y llenaban dos o tres envases.
Este no encajaba en esos perfiles. Era más que evidente que hacía la recolección para vender porque no parecía ni ser dueño de los recipientes que usaba. Era alcohólico. Siempre llevaba un pomo con una bebida – digamos que “ron” – en el elástico o un bolsillo del pantalón. Era un buen lugar para eso. Las dos escuelas – donde yo estudiaba y otra en la siguiente manzana – eran un hervidero de alumnos y profesores que desechaban mucho más de lo que él podía recoger. También estaban las paradas y la Iglesia. En ambos espacios la comida era un elemento catalizador que completaba la funcionalidad. Mi puesto era a la sombra de un árbol. Las ramas llegaban hasta donde estaba, desde los espacios de tierra entre los bloques de concreto. Solía correr el aire. Era cuestión de tiempo que pasara alguien fumando, si quería prender un cigarro, o algún conocido si no tenía para fumar. Estaba protegido de una lluvia leve. En caso de un aguacero, siempre podía cruzar y meterme en portal o, incluso, dentro del mismo edificio donde después recibiría clases. Eso último lo evitaba. Las reglas contra los fumadores eran bastante fascistas. Desde allí lo observaba. Tenía tatuado todo el brazo derecho, desde la muñeca hasta el hombro, en un estilo bastante tosco. Eran varios. Los motivos iban desde un crucifijo hasta una telaraña en el codo, que era mi favorito. Era algo raro entonces. No había mucha gente tatuada y menos con esa extensión. Se veía rústicos. No era ni soy un experto en el tema pero no parecían el trabajo de un profesional hecho con equipamiento moderno. Imaginé que eran de prisión. Siempre que se ponía al alcance de mi vista, trataba de detallarlos sin que se diera cuenta. Era difícil. No tenía un motivo para acercarme lo suficiente y no se me ocurría cómo sacarle conversación.
Pasaron días desde que el hombre apareció. Una vez le pedí para prender – lo había visto fumando – y me pidió un cigarro. No lo cogió de mi mano. Estaba demasiado sucio de revolver la basura y no quería pegarme el olor. Se sentía a metros. Lo puse en el mando de la silla de ruedas para que él mismo lo cogiera. Desde ese día nos saludábamos. Debió interpretarlo como amistad porque días después estuvo a punto de darle una puñalada a alguien por defenderme. Fue un malentendido. Carlitos, que entonces me era desconocido, me pidió de fumar y accedí aunque sabía que acaba de ganarme un loco más. Prendió y se fue. Aún estaba en ello cuando el otro se acercó por detrás y se quedó mirándolo fijo. Espero a que saliera de la escena para hablarme. “Pensé que te iba a hacer algo…” dijo “…ya iba a meterle mano” y me enseñó la tijera que llevaba en el pantalón para usar de cuchillo. Por unos segundos no supe que decir. Traté de restarle importancia a la situación – que en realidad no la tenía – sobre todo porque no me agradaba la idea de presenciar un baño de sangre en tiempo real.
Unos días después nos vimos atrapados en el portal. Afuera llovía a cántaros y refugiarse bajo los árboles no era una opción, además de que no tendría con quién prender. Insistía en mantener la distancia. Supongo que no quería ofenderme con su olor, una mezcla de podrido y sudor, que le salía por encima de la ropa. Igual, podía tolerarlo. En un momento se dio cuenta que estaba mirando los tatuajes. No parecía ofendido. Le pregunté con toda la confianza que podía – no me sentía amenazado – dónde y cómo se los había hecho. Empezó a hacer la historia de su vida. Había estado veintitantos años en prisión, desde los dieciocho hasta los más de cuarenta que hoy tenía. Su historia empezaba en el servicio militar. Antes de eso, era un huérfano; un “Hijo de la Patria”, como los llaman, viviendo en algún orfanato del que no habló mucho. Tampoco pregunté. No quería tocar una tecla rota o removerle malos recuerdos.
Siguió contando. Como en toda unidad militar, siempre había un gracioso que quería probar fuerza y este, en particular, no entendía un no por respuesta. El chiste del día era echar picante en las comidas. Le advirtió que no lo hiciera pero, por supuesto, fue tomado como un reto. Le estampó la bandeja en la cara. “No era como ahora…” me señaló su cuerpo enclenque “…practicaba artes marciales y hacía ejercicios. ¡Era un toro!” e hizo un gesto de contraer los músculos. Algo quedaba aunque no mucho. Aquella noche fue a cumplir con la tarea de recluta haciendo posta para prevenir cualquier ataque. La Guerra Fría estaba en su apogeo. De acuerdo con la propaganda, Chuck Norris y El Imperialismo podían atacar en cualquier momento. Había que estar listo. Eso implicaba tener una AKM a punto para disparar ante cualquier sombra de amenaza. Incluso la inesperada. En este caso fue un ballonetazo que le vino por atrás de la mano del gracioso, cruzándole la cara desde el labio hasta la oreja, y le destrozó parte de la encía y la dentadura. La cicatriz se notaba. Dejó caer la prótesis con un movimiento de la mandíbula – “Mira…” – y la volvió a colocar. Reaccionó como se esperaba. Le vació el peine encima y, por supuesto, no lo sobrevivió.
No me dio mucha explicación de los tatuajes. Sus anécdotas sobre la prisión eran bastante duras también. En una ocasión se cansó de la comida. Entonces decidió introducirse en una fosa séptica y, cubierto de excrementos, le fue arriba al jefe de la prisión. No sé cuál era el objetivo. Logró que lo metieran en solitaria tras una respetuosa entrada de palos y se ganó unos años extras. Había salido hacía relativamente poco. No quedaba mucha gente que conociera de cuando era joven y fue a parar al barrio de su niñez. Tenía un tatuaje dedicado a su madre. Supongo que no tenía otro referente o era el único lugar y tiempo al que podía otorgarle algo de significado. Una vecina del lugar lo acogió. Ella le brindaba un techo y él le buscaba dos tanquetas de comida para los puercos a cambio de veinte pesos. No creo que fuera un lugar muy habitable. Era evidente que no tenía como bañarse ni como lavar la ropa aunque, quizás a fuerza de hábito, siempre andaba con la barba corta o afeitado. El hombre tenía su orgullo. En una ocasión una de las adolescentes que salía de la escuela se burló de él. “¡Qué asco!” dijo. Se viró y alterado, casi gritando, respondió “¡¿Y no te da asco meterte una pinga?!”. Fue la única vez que lo vi perder la compostura.
La historia me impactó. Tiempo después escribí un cuento donde fantaseaba sobre una visita a ese cuartucho. Extrapolaba mis prejuicios. Lo imaginaba lleno de revistas porno y colillas de cigarros. Como si fuera una extensión de la cárcel. Después en mi cabeza corregí la idea y me di cuenta de que las reutilizaría para seguir fumando. No lo reescribí. Imagino que la versión final hubiera sido poco menos que la original que se perdió en uno de mis discos duros rotos. Para aquel entonces había terminado la Facultad. No andaba por esa zona así que le había perdido el rastro. Volví pero no estaba. Me hubiera gustado saber qué fue de él. Me contó que tenía una hija. He oído varias historias acerca de “hijos de pabellón”, lo que en otros países se llama visitas conyugales pero que aquí no implican la existencia de un contrato matrimonial, pero la historia no me cerraba. Tenía, en aquel entonces, quince años. Es muy difícil que conociera a alguien estando en prisión y no concibo que una novia de adolescencia mantenga su compromiso por tanto tiempo, casi diez años. Me habló de gestiones para entrar a un asilo. Quizás lo lograra pero no lo puedo imaginar rodeado de viejos dándose sillón en un portal y esperando al horario de almuerzo. Tal vez volviera a prisión. De todas maneras, nunca había salido de allí.