La primera vez fue tensa. Después de horas de proceso inquisitorial, llegan los resultados y, con cada lugar, aumentan y disminuyen las posibilidades. El último se lo lleva todo. El resto regresa a la carrera de desgaste con duración de un año en términos de preparación. Pero el ganador también pierde. Dice Oscar Wilde que un tonto nunca se recupera de un éxito y a mí me tomó años superarlo. Aunque hay algo cierto: desde la segunda ronda ya había dejado de creérmelo y para la tercera y la cuarta se volvió se volvió un juego de voluntad. Yo decidía si lo lograba o no.
El Encuentro de Talleres se celebraba en la mañana. Se partía de la premisa de una sesión normal para desarrollar un concurso donde el jurado – varias autoridades en la materia – hacían la deliberación preliminar en público – literalmente los concursantes – antes de tener una discusión en privado sobre quién sería el laureado. Se hacía eterno. Había cuatro categorías pero la poesía – la décima era segregada a su propio campo – ocupaba dos tercios de la sesión. La reticencia de los competidores era cómica. Nadie quería volcar el odio de un posible rival sobre sí por lo que nos movíamos en la zona de confort entre el silencio y un halago hipócrita. Iba por la opción más sincera. Aquella primera vez, los nervios no me dejaron otra elección que callar. Mi lectura fue un desastre, como siempre. Pero también fue fácil ganar porque era el único que, al menos, había intentado ser innovador. No descubrí nada nuevo. Pero se reforzó mi ego a niveles que no esperé nunca.
No termina ahí. Fui a una segunda ronda en la instancia provincial contra otros catorce competidores. Se respiraba el odio en la sala. Creo que todos asumimos la postura vigilante hacia el otro aunque reconozco que ya había dejado de importarme lo que pasara. No iba a ser parte de la carnicería. Estaba tomando notas del lugar – un centro recreativo de la Federación Universitaria con el mar golpeando las rocas que rodeaban su mirador – y la gente – colección de arquetipos literarios conocidos y por conocer – con especial énfasis en el jurado. Eso sí era una exhibición. Empiezo con quien es hoy una especie en peligro de extinción: los intelectuales reintegrados tras el ostracismo de los setenta y ochenta. No hay un relato oficial de su caso. Lo que sé, está a medio camino entre lo anecdótico; las suposiciones; el mito. Es – aún vive – lesbiana. Baste decir que desde un prestigioso premio a finales de los sesenta hasta los noventa – cuando su carrera renace en una explosión de publicaciones y reconocimientos – su historia está coloreada del gris administrativo al que fue relegada. Los testimonios son más traumáticos. Se mueven entre la psiquiatría como arma disciplinaria, colapsos nerviosos, precariedad y alcoholismo, según me contó un amigo común. Eso último lo constaté. La atención en el evento incluía un trago de algún licor para los jueces y ella acaparó todo ante la negativa de los otros con la convicción de quien bebe sin importarle que aún no sea mediodía. Se ganó mi respeto. El segundo personaje era más exótico pero con un tinte macabro que se ocultaba muy bien en su presentación: era una exiliada sudamericana. Más allá del apellido mediterráneo oriental y el acento rioplatense, se adivinaba el despotismo de quien se siente intocable en su minarete. Revise su currículo antes de escribir sobre ella. Es la historia de un mercenario encarnando la propaganda de su empleador con el entusiasmo que un nacional jamás pondría. No puedo ni imaginar cuántas cabezas segó en su empeño. El tercero era, sin dudas, la más común de las alimañas y tal vez la más nociva: un cuadro profesional. Estoy seguro de que reunía suficientes méritos para estar allí – no opino sobre su talento – pero todo quedaba eclipsado por su proyección – bolígrafo en el bolsillo de la camisa, espejuelos, cabello casi a rape y postura tensa – que selló con el anuncio de que no podía quedarse hasta el final: “Tengo una reunión. Ya ellas tienen mi veredicto”. Los resultados los darían al día siguiente pero no fui a buscarlos por falta de fondos para pagar un carro. Por supuesto, no gané. Aymara me contó, dos días después, que el premio había ido a manos del Monaguillo – era el genérico alumno de un seminario que ni siquiera se echaba a ver – en una decisión dos a uno en mi contra. La antipatía era la única relación posible entre los cuadros y yo. La poeta atribulada, que me había apoyado en la votación, le contó que había sido una decisión motivada por algún rejuego político pero no puedo dar fe de ello. Mi ego se regodea en la anécdota. Estoy casi seguro de que la obra ganadora era horrenda ni siquiera recuerdo el nombre.
Hubo una tercera y cuarta vez. No sé por qué me dio por llevar mi peor poema posible. Creo que fue una forma de autocastigo. Pero iba más de mostrar mi postura respecto a aquel ritual de exaltación a todo lo que despreciaba. Pudiera haber ganado pero no sucedió. Tampoco recuerdo quién fue a la ronda provincial pero debió ser algún conocido. Siempre éramos los mismos. El ambiente de endogamia se respiraba y empujaba al hastío con su repetición de estereotipos. Noté algo preocupante: me estaba convirtiendo en un “escritor local” a pesar de todos mis intentos por desmarcarme. Sabía encajar. Nunca sería un conocedor de “autores locales” – era el colmo del provincianismo – y mucho menos me dedicaría a pavonearme en eventos locales pero lo era. A no ser que dieran bebida gratis. Las mujeres que trabajaban en la Casa de Cultura ya tenían una relación casi filial conmigo. Era necesario tomar medidas. Para superar mi recién descubierto problema, al año siguiente escribí uno que fuera a ganar. No niego que requirió un esfuerzo. Pero dos semanas antes de que fuera el encuentro – y una después de que me avisaran – ya estaba listo. Reconozco que estaba tenso. Siempre que tengo que levantarme temprano para llegar corriendo a un lugar, me pongo de mal humor. Pero hice presencia y sucedió. Sé que mi trabajo suscito alguna polémica pero, incluso entonces, me pareció intrascendente. Gané fácil. Y por ese mismo motivo no fui al siguiente nivel. Aquello no daba más de sí. Otro año más y empezaría otra vuelta al ciclo dantesco universitario. Mejor terminar a tiempo.