La Dama y el Lobo

A veces pasamos por alto una buena historia. La gente que las posee -cuerpos y caras conocidos- se nos da por sentada y no nos saltan los signos. El tiempo puede devolvernos cierta conciencia. En mi caso es una cuestión literaria -necesito algo sobre lo que escribir- y un ejercicio de memoria que aspira a salvar un fragmento del mundo que ya se perdió. También es una forma de expiación. Me culpo por dejar escapar cosas -lo que implica cierto derecho de posesión- y, sobre todo, porque siento que no hacerlo sería una forma de traición. A ellos pero también a mí.

Lázaro me daba por sentado. No es que me ignorara sino que no cuestionaba su percepción de mi existencia o la proyección de sus prejuicios en mí. Creía que era un huérfano. No estaba desacertado -era del conocimiento público que no tenía madre- pero asumía demasiado acerca del tema. Por eso decidió acompañarme aquella jornada. Era el Día de las Madres -segundo domingo de mayo- y ambos estábamos huyendo: yo, de mi familia; él, de sí mismo. No quería lidiar con los borrachos de mis tíos que se tomaban la oportunidad para sacar sus colores. Asumían que era su celebración. Podrían rendirse tributo a sí mismos por el hecho de ser hijos de alguien, lo que, en la práctica, no era extraordinario y sí fuente de resentimientos. Nuevamente, era el chivo expiatorio. Ya era una tradición que, en esas fechas, me fuera desde por la mañana hasta bien entrada la noche. Lázaro vivía solo. Tenía toda una casa -por muy pequeña que fuera- para regodearse en la memoria de sus difuntos y quién sabe qué otros demonios. Coincidimos en El Café. No había nadie allí -los fines de semanas solían estar muertos- así que nos sentamos a dejar pasar el tiempo en aquel erial.

No teníamos mucho de qué hablar. Ambos respetábamos la sensibilidad del otro -era un buen actor- pero no veía en él un intelectual en un sentido sólido. La orfandad era el terreno común. No hay mucho que decir al respecto -es una situación que recorre todos los clichés de la educación sentimental- pero al menos él quería rendirle homenaje a esa brecha que nos aislaba del resto de los mortales. Lázaro era muy apegado a su madre. Su preocupación por mi bienestar ese día era un  reflejo de cómo vivía su propia condición. No lo entendí entonces. “Su muerte lo afectó mucho” me dice un amigo común cuando indago acerca de quién era. “Era el tipo más interesante del grupo”. Procede a argumentar y, de nuevo, un padre ausente y una mujer soltera con todos los sentidos volcados en el hijo. Se maneja una tesis que combina machismo y psicoanálisis: el vínculo materno único termina por conformar tanto la sensibilidad como el eros del niño. No hay un modelo paterno. Es una mierda desde el punto de vista teórico pero, como prejuicio, daba un pie para explicar tanto su homosexualidad como su apego desmedido a ella. Eso no explicaba por qué me identificó.

“Mi madre tenía unas pestañas preciosas” me dijo antes. Creo que todos tratamos de identificarnos con ese origen -copias de un otro ya degradado- pero difícilmente podemos encarnarlos. La feminidad de Lázaro hablaba de esa pretensión. Me imagino que esa mañana -y parte de la tarde- sentados en El Café, debimos de ser un cuadro bastante pintoresco: mi abuelo (a quién dicen que me parezco) y su madre sentados a la misma mesa. Sacando su continua transgresión de mi espacio corporal -solía poner demasiado tiempo su mano sobre la mía mientras se inclinaba para hablar- ninguno de los dos parecía especialmente animados. Por supuesto que era un cortejo. No estoy seguro de que fuera algo consciente pero sí sé que no tenía ninguna objetividad. Vivía en un segundo piso y era imposible que lo siguiera hasta un derrumbe. Para el caso, que yo estuviera interesado o no, resulta irrelevante. Tampoco quería hacerle un desaire al marcar distancia ya que, al menos, me estaba acompañando y me ayudaba a prender los cigarros. Ni siquiera conversábamos mucho. La cuestión era sobrevivir el día sin volvernos locos.

No sé qué historia se hizo aquel tipo. Llegó de la calle y se sentó -a la derecha de Lázaro y frente a mí- sin pedirnos permiso. Era un personaje de gótico sureño. Negro, gordo, de espejuelos y con más de seis pies, mostraba trazas de alguna forma de discapacidad intelectual que no logré precisar. No me prestó atención. No puedo decir que intentara comunicarse con mi acompañante pero sí hizo contacto visual directo. No hubo reacción directa. “Vengo para acá ahora” y, antes de que pudiera decir nada, me dejaron solo con el recién llegado. Fue incómodo. Aún no tenía la habilidad de ignorar a completos desconocidos en mi mesa que, años después, me permitiría sobrevivir allí. No duró mucho. El hombre se fue, dejando el espacio para que, en menos de lo que dura una vuelta a la manzana, volviéramos a la configuración original. La situación me había desconcertado. “De madre el tipo ese…” dijo el Lachy mientras volvía a sentarse “…¡andaba con el rabo parado!”. Esa no la vi venir.

El tiempo me dio una teoría sobre aquella jornada: Lázaro quería que yo fuera su “amor imposible”. No digo que estuviera enamorado. Creo que la idea de tenerme en pedestal -que no merecía- le daba oportunidad de encarnar una silenciosa figura trágica. Me dio indicios más fuertes. Fue casi explícito en ello en un rango que se movía entre la desfachatez y la súplica. Podía ser incómodo. Tampoco era algo que no se pudiera sortear y con el tiempo lo tomé como una idiosincrasia más. La última vez que lo vi fue en el centro de la ciudad. Se había mudado para esa zona y encontró trabajo en otra compañía teatral. No hablamos mucho. “Lo saludé mientras caminaba como perdido en medio de un tumulto por el boulevard…” me comenta el amigo común “…pero no me vio”. “Sabes que lo mataron, ¿verdad?”.