La feria del horror

El Colega y yo estábamos al borde de una experiencia psicodélica. Pero no había drogas en mi organismo. Era una conjunción de extrañas circunstancias que hacían pensar en una ruptura del tejido espacio-temporal que terminó en un derrame y superposición de realidades. No entendíamos qué pasaba. Es decir, éramos conscientes de todo a nuestro alrededor -cada hilo y suceso- y entendíamos que todo ello conformaba una madeja. Tan sólo que ella misma no encajaba. Gravitaba en medio del paisaje con la normalidad que pudiera hacerlo un set de filmación de películas porno en medio de la plaza pública de una ciudad de campo cuyo principal atractivo turístico fuera la industria XXX.

El día empezó normal. Era pasado el mediodía cuando El Colega llegó a casa después de unos días perdido. Se sentía el aire de sábado. El movimiento en el exterior sólo eran los preparativos para huir del lugar por unas horas o enfrentar un largo tiempo muerto hasta que volviera a empezar la semana. Había opciones locales. Uno sólo tenía que estar dispuesto a lanzarse en medio de lo que era una forma sin sublimar de carnaval gore con elementos de mutilación y endogamia recurrentes. “¿Qué vamos a hacer?”. No tenía ni idea pero no quería quedarme para el inicio de la borrachera de mi tío que, probablemente, devendría en un despliegue de sadomasoquismo moral del cual yo sería objeto. “No tengo idea…” dije “…pero algo se me ocurrirá”. Me ayudó a vestirme y nos fuimos para el parque en lo que pensaba qué podíamos hacer. Empecé a revisar mi agenda. Había un par de gente que quizás quisieran recogernos un par de horas y hasta completar para beber algo pero no estaban disponibles. Seguí buscando. No había visto a Dolly en un largo tiempo y casi siempre tenía un marido con dinero que podía pagar la bebida si no era un tacaño. No la veía desde hacía varios meses. En los tiempos de la universidad éramos uña y mugre hasta que se encontró un novio – que le presenté yo – y la cosa se puso rara nosotros. Creo que estaba celoso. Pero, aunque ella se comportara un poco cretina y se alejara, los intereses del momento se imponían y huir era una necesidad imperiosa. Su voz era más carrasposa que antes. Fumaba como una loca sin medicación con un estilo algo pedante típico de la farándula intelectual. “Voy a llevar a mi hermana al parque ambulante”. No lograba hacerme una idea de a qué se refería – obviamente no era un lugar – pero siempre he pensado que mi imaginación es limitada. “Ve para allá”. Me dio la dirección del happening (descripción más acertada y que usaremos hasta encontrar una mejor) e informé al Colega. Fue un “¡Venga!” tácito. Estábamos rumbo a lo desconocido otra vez.

Era un viaje accidentado. Había que salir del centro – lleno de lomas y baches – para pasar por la calle con más tráfico del municipio – sin posibilidad de usar la acera porque no había tramos intactos – y coger por otra que parecía zona de guerra. El asfalto era un blanco en prácticas de artillería. Salimos a una carretera bastante ancha y rodeada de campos que se extendía durante más de un kilómetro bajo el sol con pocos árboles al costado para tener sombra. Paramos a fumar debajo de uno. Un tipo andrajoso -con pinta de trabajador agrícola- venía caminando en dirección contraria a y aproveché para pedirle indicaciones. Temía que nos perdiéramos. Nos mandó a seguir hasta una esquina después de una intersección donde teníamos que doblar. Seguimos tras el cigarro. Al paisaje rural le siguió un intento de urbanización que no llegaba a concretarse y un tráfico bastante tupido en el punto de referencia. El siguiente giro nos puso de nuevo en zona de bombardeo. A medida que avanzábamos entre los huecos, teniendo que rodearlos en ocasiones, un beat que, difuso, se fue volviendo cada vez más nítido y terminó por envolver toda la zona.

Doblamos por última vez. Justo ante nuestros ojos surgió un espectáculo magnífico: en medio de la marea de gente, saltando desde la bruma sonora, se erigía un parque de diversiones. Pero no era uno cualquiera. Era algo totalmente artesanal – construido con tubos, cadenas y motores – que funcionaba rompiendo las leyes probabilísticas. No había belleza y, mucho menos, seguridad allí. Lo menos peligroso allí era una mezcla entre tío vivo y carrusel que alcanzaba velocidades increíbles. Nada de cinturones. Impresionante era una versión del cosmonauta que de verdad podía servir para entrenar gente en un programa espacial. Pero no se llevaban el Premio a la Irresponsabilidad del Año. Había allí dos inmensas plataformas en forma de barcos que hacían de columpios gigantes colgando agarrados por unas cadenas. Se notaba una intención estética. Uno era rojo y más sencillo pero el otro encarnaba el kitsch en su máxima potencia. Se llamaba Donat. Era un gigantesco pato amarillo con su nombre y título en un ala – Et Pato Donat – y tenía todo el porte de un drakkar. Lo llamaremos Dukkar. Uno no podía verlo sin que en su inconsciente se proyectara la Cabalgata de las Valquirias porque, ciertamente, sus usuarios no tenían miedo a morir. La ausencia de cascos lo demostraba. De entre esa marea de vikingos de origen étnico improbable – NETFLIX, Marvel y Disney no inventaron nada – salió Dolly con la hermana. Parecían personajes de una película de animación. Mi ex-compañera medía uno cincuenta y cinco, siendo generoso, y era una mujer camino a los treinta mientras que su hermana, nueve o diez años, le sacaba unos diez centímetros y era el doble de ancha. “Acabo de llegar”.

La chiquilla parecía estresada sin saber muy bien qué hacer y pidiendo chucherías hasta que la convencieron de probar el tío vivo de alta velocidad y quedó atrapada en un bucle. Era el único aparato que podía usar. No la dejaban montar en los otros y yo tampoco la hubiera dejado ni a ella ni a nadie. Esas cosas armadas de tubos eran endebles. El “cosmonauta” era una fórmula para el desastre pero al DJ, absorto en su trabajo justo al lado, no parecía preocuparle que le cayera alguien encima aplastándolo. Yo tampoco entiendo cómo no sucedió. La velocidad de aquella cosa era tal que la fuerza centrífuga los mantenía en el lugar porque no tenían ningún dispositivo de seguridad en aquella jaula voladora. Pero el Dukkar era el paroxismo. No lo medí pero calculo que se movía en uno ciento sesenta grados de gritos aterrorizados que se sentían por encima de las bocinas. Pero había algo peor. A pesar del colchón sonoro, el chirrido de la cadena era algo que percibí con total claridad. Sudé frío unos segundos. Lo vi salir disparado y arrasar todo a su paso dejando un rastro de sangre y huesos aplastados (nuevamente sonaba Wagner). A todas estas ¿cómo hacían que todo funcionara? Busqué con la vista y encontré los motores adyacentes a cada aparato para darles movimiento. “Una carnicería y un incendio”. Pero entonces vi los cables eléctricos que salían de cada uno hasta reunirse en un punto y seguir más allá de lo observable. ¿A dónde iban? No tenía la menor idea pero le pedí al Colega que nos echáramos hacia atrás para evitar todas las formas horribles de muerte que podía prever, además de que pasaba un cable a pocos metros de mí.

¿Y la gente? Pues parecía estársela pasando de maravillas mientras sus hijos, sobrinos, hermanos andaban desatados por allí. Habían escogido bien el lugar. Un pequeño puesto vendía cervezas y chucherías que no paraban de dispensar. ¿De dónde había salido esta gente? No sé a quién se le hubiera ocurrido semejante idea pero era, además de un potencial asesino en masa, un pionero. Vi pasar cerca a un par de trabajadores. Tenían tipo de guajiros tratando de imitar el estilo citadino y – pude oír a uno hablar – acento oriental.

Un tipo que estaba allí me reconoció. Yo no tenía ni idea de quién era pero estaba borracho y se puso generoso. Me invitó una cerveza. Entonces notó que andaba con el Colega y Dolly y los invitó también. Para ser alguien tan pequeño, ella podía beber. Aprovechó la situación para que le comprara chucherías a la hermana – que ya se había aburrido del aparato – cigarros para ella y más bebida para todos. No recuerdo cuántas rondas fueron. En algún punto, posterior a la tercera, necesitaba orinar en serio. No estaba preparado. Además del problema de zafarme el pantalón, no llevaba nada que pudiera usar como depósito. Eso de apuntar es difícil. El Colega puso esa cara de terror que conocía cuando le avisé. Tuvimos una breve discusión. No se nos ocurría qué usar y una botella es una pésima idea. La presión del chorro la empuja. No veía pomos plásticos a la vista y no quería pedir un cuchillo para agrandar la boca aunque quizás fuera fácil de encontrar. El público era del tipo que los portaba. Igual, lo mejor que encontramos fue un pote de helado vacío. Tenía poca capacidad. Por la forma, era propenso a botarse así que tenía que repetir la operación dos o tres veces.

Me busqué una esquina. Primera parte eliminada e iba a repetir cuando noté un movimiento a mi izquierda. Viré la cara. Tres niños – un varón y dos hembras – estaban allí parados en franco escrutinio del proceso. Les pedí que se fueran. Los seguí con la vista hasta un grupo que, estoy seguro, portaban armas blancas y, quizás, de fuego. Una de las criaturas señaló hacia donde estaba. Hoy creo que era el estado natural de ellos y era yo quien se puso paranoico pero sentí la tensión asesina. “Deberíamos irnos” dije. Entonces comprendí que no era el único borracho en todo el cuadro. Ahí estaba la risita. Me aseguré de tener el cinturón de seguridad puesto y fuimos a buscar a Dolly para despedirnos. Estaba hablando con nuestro anfitrión. Estaba empeñada en seguir bebiendo, no tengo dudas, mientras la hermana volvía a su posición normal (brazos caídos y barbilla sobre el pecho). No me prestó mucha atención. Empezamos a desandar el camino en medio de una oscuridad creciente que impedía que lograra evitar los baches. Pero estaba vivo y de vuelta a la realidad.