La fiesta comienza

Caía la tarde. Estaba solo — casi siempre era el primero en llegar — y fumaba delante de mi taza de café mirando hacia la entrada, con la pared a mi espalda. Era mi lugar favorito. Era lo primero que todos veían cuando llegaban y la barra me quedaba cerca, así que no se demoraban tanto en atenderme. El contra era el baño a la derecha. El olor remitía a algún círculo del infierno y había que estar controlando el reflejo de mirar cuando alguien entraba o salía. Pero recibía a todo el que llegaba. Su mirada me encontraba a mí; la poética agenda — rara vez escribía algo mientras estaba allí, pero era mi divisa — el bolígrafo y los espejuelos oscuros. Vaya si era un personaje.

Pero El Café era un escenario a la altura de cualquier actuación. Parece imposible la tarea de plasmar todos los tiempos y mundos que allí confluían caminando; hablando; sentados frente a una taza del peor brebaje del universo. Así de metafísico como parece, es. Pero otra posible interpretación es la de un espacio que fue reflejo de todos los cambios económicos del tiempo en que funcionó y el único abierto a cualquier persona que deseara entrar allí. Empezó como otro episodio de la Batalla de Ideas. Se suponía que hubiera uno por Municipio — se crearon — pero este tenía varias cosas que lo hacían especial. Estaba bien situado. A dos cuadras del centro, estaba en el medio de varias rutas de guaguas que iban de una entrada (o salida) a otra del territorio, por lo que llegarse era hasta más reconfortante que volver a casa tras el trabajo. Era barato. Un café solo costaba un peso y — con variaciones a lo largo de su historia —  siempre había alguna otra opción más o menos aceptable. Era un espacio abierto. En los últimos años han proliferado los locales climatizados, por lo que se agradecía eso — a pesar del calor y el polvo — e incluso la vista; el horizonte interrumpido por las casas; el derrumbe al cruzar la calle, parcialmente oculto por un tanque de basura que siempre amenazaba con desbordarse en un performance por derecho propio. La gente pasando era mejor que cuatro paredes, por muy bien decoradas que estuvieran.

Pero no empezó siendo así. En la medida en que la gente se fue apropiando del lugar, mutó en algo distinto a aquello para lo que había sido creado. Era un reclamo de la farándula local. Las capitales de provincia y algunos municipios solían tenerlos — generalmente asociados a la Unión de Escritores y el Ministerio de Cultura — y funcionaban como alternativa para socializar. Y también había algo de choviniso. No discuto el sentido de pertenencia — creo que todos nosotros nos sentíamos identificados con el lugar — pero en mi generación no había nostalgia de nada. Crecimos en un basurero. Los que querían restaurar una gloria — más imaginaria que pasada — pensaban en una ciudad que quizás no existió. O padecen de mala memoria. Lo que eligen recordar, el espacio de construcción mitíca, suele hacer olvidar el infierno cotidiano. El Café “Literario” no fue lo esperado. En su suprema indecencia, no era el oasis de intelectualidad donde ellos tendrían protagonismo. Ni siquiera figuraban. Es que nunca fue un proyecto cultural. Empezó como algo de las Sedes Universitarias y terminó — después de pasar por cultura — en el Buró de Comercio y Gastronomía. En aquella época era un renglón ministerial. Como un área definida de la economía, su mayor mérito fue haber servido al mercado negro como fuente de mercancías — en primer lugar — y — en segundo lugar pero no menos importante — cimentó varias fortunas personales que a día de hoy son parte importante de la naciente burguesía nacional. Aymara redactó el primer proyecto. Le molestaba hablar del tema como mismo hay personas que evitan regodearse en sus frustraciones: “Hubiera sido algo decoroso” me dijo.

No sé qué tan bueno hubiera sido. Tuve una primera impresión favorable de las condiciones y la atención — mobiliario nuevo, vajilla en condiciones, variedad de ofertas, meseras que seguían la etiqueta y trataban a los clientes como humanos — pero, a parte de un estante con libros, no había mucho de “literatura” a la vista. Pero nada más poco literario que una intención. Por el contrario, la parodia tiene el poder para volver la realidad algo genuinamente artístico. Y aquello se contaba solo.  Incluso, desde aquella primera, me puse mi mejor disfraz de poeta — todo de negro — y me llevé a F conmigo. Era lo más cercano a un amigo intelectual que tenía. Realmente debía desentonar porque el vestuario general era muy florido a pesar del clima que, recuerdo, era invernal. Volví días después.

Emigramos a los pocos días. Nuestro flujo del Parque hacia El Café — a solo tres cuadras — fue un poco como si una tribu bárbara estuviera asentándose en una tierra ya ocupada por otra civilización. Hubo un periodo de armonía. Aún El Colega me pasaba a buscar y, por supuesto, lo arrastré conmigo hacia mi reciente descubrimiento. Y se nos unió el gordo Oscar. Era un animal gregario — algo típico de los actores — y su edad lo ponía en cierta posición de “alpha” que arrastró a tras él a todo su círculo social. Detrás vinieron mis conocidos. Y ellos también fueron trayendo a su gente que, a su vez, llenaron el lugar con otras caras que no teníamos idea de dónde salían. El lugar explotó en un desfile; una fiesta. Y a lo largo del día — desde las ocho de la mañana que abría hasta la diez de la noche que cerraba — no había un momento de tregua.

No puedo precisar cuánto duró el idilio. Sé cómo llegó el momento de quiebre absoluto — por qué, cuándo y dónde — pero fueron intuiciones que fui acumulando. Esos primeros tiempos eran perfectos. El lugar se vaciaba entre las seis y las ocho que era mi horario de llegada habitual. Estaba solo. Disfrutaba de ese espacio mientras vigilaba la entrada. Ese día entró Oscar, guitarra en mano. Pasaba a quitarme un cigarro — nunca tenía — pero antes iba a cumplir cierto ritual de pleitesía. “Chama, me transportaste a París” me dijo. Parte de la inocencia — ya la perdería — era vivir en una fiesta. Y la vivimos.