La guerra empieza

Digamos que todo cristalizó de golpe. No es que no lo esperara pero nunca creí que llegáramos a ese nivel; el punto de no retorno. Y allí estábamos. Todos nosotros frente a la estación de policía municipal en apoyo a Jenny y contra la administradora del Café. Nos habían movido la fiesta de lugar. Me cuesta recordar quiénes estaban allí pero -sin duda- Ale y Elena (prima de la acusada) más todos los testigos que la acompañaron. Otra gente que iba al lugar. Era aún de día cuando llegamos y nos iríamos ya bien entrada la noche, después de que la soltaran.

La patrulla estaba en camino cuando llegué. Jenny me recibió con un comentario irónico -creía ser graciosa pero sonaba sobreactuada e irritante- pidiéndome prestados veinticinco dólares. No entendí el chiste así que solicité el contexto. Estaban todos sentados allí -como era la costumbre de todas las tardes- cuando la silla en la que estaba sentada colapsó bajo su peso. No hubo ninguna manipulación extraña. Era un plástico de mala calidad expuesto a los elementos -sol, lluvia y sereno- que había terminado por quebrarse. A la administradora no le importó. Salió de detrás de la barra exigiendo el pago del mueble, a lo que recibió una rotunda negativa y ripostó llamando a la policía. No presencié la escena pero puedo imaginarla: chusmería teatral contra chusmería en estado puro y una competencia de pesaje de genitales femeninos. No tuve tiempo de procesar. No pasaron cinco minutos y ya el carro estaba recogiéndola para llevarla a la estación -unas siete cuadras- y nosotros yendo detrás.

La situación no dejaba espacio para dudas. Jenny era un bocona antipática que les retregaba su superioridad estética a un montón de delincuentes empoderados. No iba a salir bien. Ellos tenían un respaldo institucional y ella solo era una figura en ascenso en un mundo -el teatro, pero pudiéramos decir el arte en general- que despreciaban por su falta de rentabilidad. Éramos un montón de freaks. A un nivel más personal -y saltándonos la contingencia- develaba una voluntad para ser cruel sin miramientos. La administradora la escogió porque era de lo mejor que había en el lugar. Como declaración de principios, era más que claro que nos pasaría a todos por encima como si fuéramos cucarachas en la sala de su casa.

La estación quedaba al costado de una iglesia, separadas por una calle. En el medio -completando el conjunto de la primera- estaba este parque con varios bancos de mármol donde esperaban denunciantes y familiares -a veces también de los detenidos- mientras el drama sucedía adentro del recinto. También se paseaban los uniformados. No puedo decir que estuvieran trabajando sino matando el tiempo hasta que apareciera algo que hacer. Nuestro grupo fue creciendo. Ale iba camino a casa de su novia cuando nos vio y decidió quedarse. Se le sumó el Brayan. El Dopping andaba con él y también se unió. No sé cómo se enteró Elena. Era prima de Jenny y la acompañaron dos amigos de ambas -uno en calidad de testigo- más otro par de gente que recogieron. Éramos unos diez en el momento cumbre. La administradora también llegó. Como denunciante estaba en una posición privilegiada, pero fue una ocasión perfecta para hacernos saber que tenía buenos amigos allí. No le fue suficiente. Empezó a pincharnos con indirectas con comentarios tipo “no sé qué hacen aquí”. Empezamos un careo. Se metió uno de sus ahijados -tenía grados pero no sé cuáles exactamente- y terminé en una discusión más estúpida aún por cuanto más infructuosa. Discutir con una figura de autoridad no tiene caso. Elena me pidió que lo dejara y nos apartamos a continuar la tertulia que tendríamos con el mismo desenfado que tendríamos en El Café. El tema fueron las posibles consecuencias de la prisión en la detenida. Las probabilidades de que fuese realmente presa eran minúsculas pero había que valorarlo -teniendo en cuenta todas las variantes- y llegamos a la conclusión de que un cambio de género y tatuajes feos serían los más plausibles. Después exploramos cómo afectaría al resto.

Llegó la noche. Jenny seguía adentro y no teníamos noticias. Elena estaba histérica. Se suponía que yo mantuviera la cabeza fría -suelo hacerlo cuando todos entran en pánico- pero yo también estaba molesto. No era un tema de mera justicia. Estaba implicado con la persona detenida -me gustaba de la manera algo tonta en que suele ser cuando no te corresponden- y aquello me generaba un conflicto. No tenía dudas respecto a que estaba del lado correcto. Lo que me preocupaba era excederme en la justicia por un impulso de “caballero de brillante armadura” y terminar haciendo un papelazo. Pero Alejandro estaba ansioso por otro motivo. Tenía hambre y Sarai -su novia- lo estaba esperando para comer a solo tres cuadras. Nos llegamos a hablar con un policía. Era del interior -como todos los que ejercían en la capital- y nos odiaba. Éramos el enemigo. Veía un montón de privilegiados que no lo iban a tomar en serio por su acento. “Papo…” soltó “…¿eso se demora?”. El oriental se desplayó en un reafirmación de su orgullo herido -era un “oficial” y se le debía respeto- a lo que yo salté y me puse a aleccionarlo sobre modales y ética. Otra discusión infructuosa. Pero yo me sentía impune y volvimos al grupo conteniendo la carcajada por haberlo sacado de sus casillas. No pasó desapercibido. Una guajirita vino a llevárselo diciendo -de manera que pudiéramos oírlo- “Yo te voy a enseñar a ti a hacerte el gracioso”. Lo condujo a empujones. Entonces me sentí culpable por no haber medido las consecuencias.

Eran las once cuando soltaron a Jenny. Vinieron algunos compañeros de trabajo y L.A. -el novio fluctuante- se la llevó con el brazo sobre los hombros. Hubo un breve “gracias”. Sí, estaba celoso pero jamás lo hubiera reconocido públicamente. Alejandro salió minutos después. Sus padres vinieron a conversar con los cretinos de la estación y a mí se me caía la cara de vergüenza. Ninguno me recriminó. Ella siempre fue cariñosa conmigo -y no era el peor de los amigos de su hijo- y él tenía claro quién era el culpable. “Esta gente está ansiosa por ejercer la autoridad”. No sé si alguien se dio cuenta pero la convivencia armónica -si acaso la hubo- había terminado. Venía la guerra.