No sé si el veneno era bueno. Alejandro, el Dopping, Brayan y el dueño de la casa estaban dando vueltas por la casa detrás de un condón que habían usado para guardar el humo, con la esperanza de no desperdiciarlo. No tenía sentido. Pero allí estaba yo, mirando Telesur –canal que no se veía en mi casa– así que las categorías de lógica y coherencia se habían diluido en el espiral de destellos que ahora conformaba la realidad. “Tenemos que movernos” acordó el coro. Empezó la ardua labor de recoger todo sin que hubieran olvidos, lo que se estiró hasta casi congelar el tiempo sobre cada detalle; critico.
Afuera la noche nos esperaba. Un brillo extraño se reflejaba en el asfalto como un rastro al que seguir. La parada era como una cámara subterránea llena de gemas en bruto. Tuve que ponerme los espejuelos –cristales azules en armadura cuadrada y pequeña– para no tener que escudriñar a mi alrededor. Me estaba dando la paranoia. Es normal que, en una parada llena de gente, se pase desapercibido, pero no podía quitarme la sensación de que todos allí conocían el estado en que estaba. Me juzgaban. Traté de mantener la apariencia de sobriedad con la mejor sonrisa que podía pero empezaba a parecerme a Jack Nicholson en Batman, de Tim Burton.
La guagua fue un alivio. No era un horario pico así que pudimos subir sin gran problema. Teníamos el pasillo para nosotros. Alli estábamos los tres, mirando el rastro lumínico fuera de la puerta y viendo las fachadas deslizarse a lo largo del trayecto. Creí que era buena idea tararear algo. De todas las canciones que se me podían ocurrir, me dio por cantar uno de los himnos contestatarios de mi generación: El Comandante. Y, como los cuatro nos la sabíamos, empezamos un coro in crescendo hasta el justo momento del estribillo (“…no coma usted esa pinga, Comandante…”) que Brayan abortó al proyectar su voz por encima de las otras, volviendo a tararear la melodía. Nos fuimos en carcajadas.
El Parque mantenía su afluencia regular. Era jueves, lo que implicaba que no había mucho quehacer del municipio y la gente empezaba a reunirse en el lugar. Podía durar hasta bien entrada la madrugada. A veces se bebía y, en un futuro, la gente empezaría a usar drogas poco confiables en grandes cantidades. Pero aquella noche era todo muy inocente. Y la chica que me saludó todavía era dulce, así que bailamos –claro que no literalmente– y me mostró un mar verde reflejado en su ojos antes de seguir su camino. Eran un par de cuadras iluminadas. La dos o tres que faltaban hasta el parque tenían un disperso alumbrado público y algún hilo que escapaba desde las casas. Desde la esquina, se veía la casa del colega. Esperábamos una celebración y hacia allá fuimos con entusiasmo renovado. Nos encontramos una imagen infernal: en la sala había una reunión de familia con todo el aire de perfecta armonía burguesa que eso implicaba, e, incluso, una pequeña mesa para poner vasos. La madre nos saludó con tono acusatorio. Bueno, quizás solo estuviera siendo amable pero era como ser puesto frente a un escuadrón de oficiales de la STASI. Nos quedamos congelados. Fue Ale quien –entre balbuceos– logró articular la pregunta sobre nuestro presunto anfitrión. La mujer lo llamó hacia el interior. El hombre vino desde el fondo, comprendió el profundo estado de terror en el que estábamos –él mismo consumía bastante– y nos condujo hacia la zona segura en el patio. El Dopping sacó el regalo –una botella de pésimo whisky– sin poder hablar aún. Seguíamos aterrorizados, así que miramos a nuestro alrededor tratando de identificar posibles amenazas. Solo habían dos o tres conocidos. “Vamos a vernos en el billar…” nos informó “…apenas termine de vestirme”. Estaba en uno de los extremos del municipio. Eran varias calles de las menos iluminadas, salpicadas de baches, a lo largo de un terreno en ascenso. El último tramo era el peor. Había que cargar el sillón durante varios metros para poder superar algunos de los accidentes. Por suerte, siempre usaba cinturón de seguridad. Por desgracia, un accidente con un poste había cortado la electricidad en la manzana, así que nos dimos el viaje por gusto. El local estaba cerrado. “¿Cómo llegamos aquí?” nos preguntamos unos a otros con la mirada. Tenía un tenue recuerdo: salíamos en grupo en medio de una reunión familiar, en la que traté de pasar desapercibido mostrando una cortesía anormal para alguien de mi generación al despedirme de los presentes uno por uno. Debió de ser una escena rara.
…
Estábamos de vuelta a la parada. El grupo se iba a separar al coger una parte para el Este, cerca de Playa, mientras nosotros cuatro seguiríamos por aquí. Estábamos cansados pero no queríamos volver a casa. Montamos a la gente en la guagua y fuimos a buscar algo de comer. Solo había un lugar abierto de seguro. Era una cafetería estatal famosa –en el periodo republicano– por sus papas rellenas y –en el presente– por sus productos dudosos a precios democráticos. Nos atracamos de harina y grasa. En la radio sonaba el Abbey Road –Come Together– mientras nos pasábamos la botella de whisky que se resistía a bajar. No había nada para quitar la sed. Íbamos a buscar otro establecimiento –alguno debía de estar abierto– pero tenía que orinar. Usamos una botella de plástico. Amenazaba con botarse –era muy corta– pero teníamos el portal de la Casa de Cultura para vaciarlo. Nuestro acto antisistema del día.
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“Venía por aquí una noche…” –un callejón estrecho rodeado de dos solares yermos por un lado y un albergue de afectados por fenómenos naturales por el otro– “…cuando un tipo me llamó: –Chama, ¿tienes para prender? Me preparé para darle con el estuche de las pinturas y correr…” continúo Alejandro “…pero resultó que era mi tío borracho que ni me reconoció”.
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Una cuadra más y estábamos fuera del municipio. No había ningún lugar más donde comprar agua o refresco y este no abriría hasta bien entrada la mañana así que nos derrumbamos en los bajos del edificio al frente. Teníamos mucho que hablar y los cambios de luz eran hermosos.