La página en blanco

Estuve un mes escribiendo. Necesitaba tener material para unos tres meses y no tener que producir a la carrera. Fueron sesenta y cinco páginas. Escogí temas que dominara y pudiera desarrollar con comodidad. No difiere de la arqueología. Tuve que desenterrar capas de recuerdos y limpiarlas de detalles para dejar algo inteligible. Pero no puedo parar. Vuelvo a la hoja – ahora en blanco – y no hallo el hilo conductor hacia donde sea que pretenda llegar. El aire es demasiado turbio para ver. La memoria siempre me ha servido para orientarme; poner orden en la marea de sensaciones. Fumo y miro el cursor parpadear. Se ha escrito mucho sobre el bloqueo de escritor y estoy al borde de un episodio. Necesito un punto de partida.

Nadie empieza escribiendo. A los diez años estaba en el fuego cruzado que era la separación de mi madre del padre de mi hermano. Mi familia iba a despezarse. El aire era denso y las discusiones podían empezar de un momento a otro. Quería escapar. El único lugar que tenía era la casa de mi abuela. Encontré un libro que no sé cómo llegó a mi cuarto. Era de Gente Nueva – pésima calidad de edición asegurada – con tapa negra y un dragón de mural de iglesia románica en la portada. Me encontré El Hobbit de Tolkien. Por unos pocos días pude sobrevivir a la guerra que se libraba a mi alrededor.

La aventura terminó. También ese episodio del conflicto y llegó una época extraña. Mi madre pasó a ser soltera con dos hijos. Empezó un desfile de pretendientes, novios y amantes que – en su mayoría – se asustaban con el panorama. En general, me trataban bien. Para mi ex-padrastro era la oportunidad perfecta para buscar simpatía como pobre hombre victimizado. No creo que tuviera un objetivo. Era la misma compulsión de carácter que después lo devolvió al alcoholismo que logró controlar durante unos años. Pasaba poco tiempo allí. Cuando iba, era cuestión de tiempo que empezara una discusión. A veces terminaba siendo agredido. Lo cierto es que nunca respondió y, tras unos pocos episodios, terminó desapareciendo.

Mi hermano llevaba la peor parte. Desde bebé era hiperactivo y siempre mostró tendencia a la inestabilidad. No era el ambiente más saludable. Trataron de ponerlo a practicar deportes – tenía buenas condiciones – pero incluso eso era difícil por su apego. No se le podía dejar solo. Yo tan sólo necesitaba libros o cualquier cosa que me entretuviera. Eso le dejaba a mi madre margen para moverse. Coger guaguas conmigo era difícil así que la biblioteca local funcionaba como guardería. Por lo demás, mi relación con ella se volvió buena. No destacaba por ser alguien paciente y era irascible pero su lado adolescente se sentía cómodo conmigo en la medida en que la adolescencia me llegaba a mí. Nunca creció del todo. Quizás por eso mismo me inculcó su gusto por los escapismos. Desde que era bebé me leía. Lo compartía conmigo no como una obligación si no como un disfrute. Eventualmente pasó al cine. Y en los últimos tiempos me hablaba sobre la vida y cómo funcionaba. Creo que era sólo un espectador. Ella conversaba consigo misma y yo servía como testigo de ese crecimiento.

Recuerdo algo más. Tenía unos seis años y estaba con mi madre en la zona de espera de un local administrativo. No sé qué íbamos a hacer. Pero era evidente que me aburría y, por supuesto, me dediqué a pensar en los grandes dilemas del momento. Estaba a punto de empezar la escuela y me estaban preparando para ello. “¿Por qué tengo que estudiar?”. Debió estar cansada porque no se extendió en abundar: “Para que cuando los demás hablen, tú también puedas hacerlo”. No sé a qué se refería. Pudiera ser al conocimiento o a la validación social. Pero era un punto de partida.

El cambio me cogió por sorpresa. Un viernes volví de la escuela y era huérfano. No sólo perdí a mi madre. Perdí muchos de mis libros y mi hermano se fue a vivir con su padre. Llevó la peor parte. Ya el hombre podía justificar su alcoholismo con su trágica situación e ir por la vida impersonando la víctima a costa del hijo que tenía en régimen de negligencia. Estar con mi abuela no era tan malo. Se preocupaba por mis necesidades materiales – tenía manera de sustentarlas – pero no entendía que estuviera creciendo. Era el mismo niño que llevaba a la escuela. Primero fue como sustituto de una guardería – trabajaba de maestra – y, después, mediando para dejarme en manos de buenos maestros mientras me llevaba a clases todas las mañanas. Durante ese tiempo viví con ella. Mi madre vivía en un quinto piso – nada de elevador – en otro municipio y el primer grado lo hice con una maestra ambulatoria. La mujer dictaminó que tenía problemas de aprendizaje. Tras un coro de indignación familiar – había tres mujeres dedicadas al magisterio en el círculo – se decidió que lo mejor para mí era volver al lugar donde había nacido.

Duró hasta que estuve en cuarto grado. Que la gente del edificio se mudara a sólo seis o siete cuadras de donde estudiaba, le dio cobertura a mi abuela para reencontrarse con su hijo mayor en Argentina tras años sin verlo. Estuvo seis meses allá. No tenía ningún pretexto para quedarme en esa casa y ya, desde entonces, la convivencia con mis dos tíos era difícil. La situación era sencilla por lo pedestre. En mi generación, era el único macho y no se me podía mostrar afecto o simpatía porque, esencialmente, era competencia. Cualquier muestra era de la jerarquía. Pero como mismo asumieron que yo era un competidor, también acepté el reto. Tras la muerte de mi madre hubo una breve tregua. No sé qué tiempo duró, pero no superó el año antes de que empezaran los encontronazos. Me tocaron dos borrachos aunque funcionales. Eran capaces de hacer su trabajo como burócratas – uno en el buró de sanidad animal y el otro como inspector estatal – y todo parece indicar que eran buenos en ello. ¿Qué había más allá? Se me desdibujan todos los discursos que escuché sobre el sentido de la vida y qué es un hombre. Eran formas platónicas. Si uno rastreaba su origen – El Padre Arquetípico – llegaba al padre concreto – el de ellos – que al menos proyectaba una imagen respetable. No es una elección arbitraria. Recuerdo nítidamente la frase “mi padre me lo hubiera hecho tragar” respecto a la insinuación de que fumaba. Quedaba la realidad concreta. Esta se reveló una tarde, tras años de pulso, en que los dos estaban borrachos y despotricando contra alguien que – cosa rara – no era yo. La víctima era el progenitor de sus días. No sé cómo llegaron, tras mucho cuestionar todos los aspectos de la vida presente del viejo, se pusieron a cuestionar cómo los crió. Era la cúspide del ridículo. Dos viejos de sesenta años culpando a su padre de que no les gusta el ballet – que no es que consideren muy masculino – porque nunca los llevó, es más de lo que cualquier cordura puede tolerar. Mi odio se disolvió. Mucho de lo que era, ese contrapunteo que llevaba por años, había sido consecuencia de los intentos de validación de unos adolescentes. No podía darles el beneficio del respeto. Eso implicaría reconocerles la capacidad de actuar libremente; entender el mundo; dialogar. No podían tomar conciencia. El universo hubiera colapsado arrastrándolos hacia el vórtice de la espiral de autodestrucción y alcoholismo que apenas rozaban. Incluso eso requiere valor. Mirar a tus hijos y ver que son la encarnación de todo lo que consideras moralmente ofensivo, implica reconocer que eres una nulidad. La familia era el valor supremo. Se suponía que yo fuera la máxima expresión de eso e, ironía, era todo lo contrario. Tampoco le hicieron mucho hincapié. Mi abuela era la única verdaderamente interesada y medio que se lo soltaron a ella a pesar de que iba en decadencia. Encajaba a la perfección. Como hijos preocupados me culpaban de su declive y se alejaban en muestra de repudio provocando que se agudizara. La infelicidad compartida también une. Y a un nivel personal nunca logré hallar el sentido de lo “útil” que se esperaba de mí. Fue la recomendación. El sentido de esa palabra parece rehuir todo lo que me motivaba.

Pienso en mi abuela. En sus últimos años se preguntó varias veces qué había hecho mal. Otro hubiera virado la cara. Sus hijos eran relativamente funcionales y cualquiera pudiera podido cerrar los ojos y pretender que todo estaba perfecto. Al menos no se engañó al respecto. De mí no se esperaba mucho. Puedo decir que ni siquiera llegué a decepcionar y superé a todos en mi generación. Apreciaba que supiera cosas. Le hubiera gustado que fuera un profesional, sin dudas, pero no sucedió. Tenía esa imagen idealizada del prestigio social. Lo máximo que pude ofrecerle fueron dos diplomaturas: una en Humanidades y otra en Filosofía Contemporánea. Creo que le dejé algo. Tras años de discurso contra las telenovelas, logré que las cambiara por las series. Intelectualmente, ella no tenía mucho que aportar. Pero no he conocido nunca a una persona más apegada a su sentido del honor. No concebía faltar a su palabra. Conmigo ha llegado hasta el punto de la neurosis.

La página ya no está en blanco. Cualquiera que llené será una nota al pie, variaciones o desarrollos de estos resúmenes. Reinventarse se trata de eso. Ver cómo puedes llenar espacios con lo que ya tienes que la mayoría de las veces no sirve de nada. Hasta los traumas caducan. Pierden su materialidad y uno puede ponerles palabras que les den algo de peso, que les restituyan su sentido.