El Luiso era escéptico al Café. Estoy seguro de que existía un elemento orgánico en su rechazo —la memoria de su episodio con la úlcera reventada— porque no se alineaba con su entusiasmo radical. El grueso de nosotros era cínico. Estábamos cómodos con tener un lugar en un mundo de mierda y, sinceramente, cualquier propuesta que tuviéramos asumía una contraposición. Éramos una parodia. Nos arrogábamos el título de bufones porque nadie más estaba dispuesto a cargarlo y el peso de tomarse la vida en serio era más de lo que podíamos tolerar. Estábamos conscientes de nuestra insignificancia. En mi caso, también de la unicidad —ineludible; inapelable— que se transformó en una egolatría patológica. Encarnaba un personaje. La diferencia es que el mío no era genérico sino el muy particular mí mismo.
Era un grupo bizarro. El gordo Oscar tenía la ventaja de la edad —era incluso mayor que yo— y eso lo ponía en una posición de liderazgo. No es que tuviera grandes condiciones. No era particularmente brillante pero, sin duda, estaba muy convencido de su inteligencia y talento. Algo muy común en los actores. De cierta manera, estaba más falta de lugar en el mundo que yo porque no lograba ser descollante en nada de lo que hacía. Ni siquiera encajar en los estereotipos. Y eso, en sí mismo, es una categoría que condicionaba cosas tan aparentemente desconectadas como el comportamiento social —egocéntrico, festivo y poco sensible— hasta su consumo musical —una colección de clichés de la escena alternativa nacional de su momento—, pasando por sus opiniones no particularmente brillantes. Puede parecer que no me caía bien. En efecto, fuimos acumulando niveles de antipatía mutua a lo largo de muchos episodios de roce pero nunca llegó al punto de no retorno. No éramos ni tan cercanos ni tan importantes el uno para el otro.
Ale (Alejandro) era mi favorito. Después de conocerlo bien uno se preguntaba por qué, pero era así y uno terminaba por aceptarlo. Era un tipo simpático. Por aquel entonces, él acababa de terminar la Academia de Bellas Artes (San Alejandro) y hacía el servicio social en la Casa de Cultura. Coincidimos en el Parque por primera vez. Mi primer recuerdo de él está asociado a una noche en la escalera —aún no llegábamos al Café— y había un chiquillo tratando de ser amigable. Quizás fuera un emo. Le expresé mi admiración comparándole —por su peinado— con Heath Ledger en Back Broke Mountain. No lo entendió. Pero mi futuro amigo tuvo que virar la cara para reírse. Compartíamos ese sentido del humor cruel. Pero también el ansia por lo intelectual que habíamos educado aunque fuera en campos contiguos. No sé, incluso hoy, por qué identificó un confidente en mí pero —tras un par de conversaciones— lo era. Sucedió después de un viaje suyo a Villa Clara: llegando al lugar de reuniones me recibió casi con un grito: “Lo que tengo que contarte…”— dijo, y empezó una tradición nuestra: me contaba sus escabrosas pero entrenidas aventuras, casi siempre de índole sexual. Quizás viera en mí un hermano mayor. Le llevaba cuatro años y varios libros de ventaja y él respetaba eso.
El Brayan era uno o dos años menor que Ale. Ya lo había visto en un parque —no el del centro donde estaba la escalera—, en una reunión nocturna de pre y post adolescentes. Debía de tener unos quince. A lo largo de los años lo vi convertirse en adulto pero he de decir que como adolescente era insoportable. Y muy poco original. Es normal que en ese periodo se sigan las modas grupales pero lo suyo llegaba al punto de imitar a la gente que admiraba. El Gordo era su paradigma. Por supuesto que no lograba emularlo de manera orgánica, ni a él ni a mí ni al que me seguía en rango de edad. Aunque era simpático las pocas ocasiones en que lograba ser original. No eran tampoco sus mejores momentos. Su especialidad era hacer las estupideces más épicas de la manera más naturalizada posible. Por ejemplo: encender sus propios pedos con una fosforera. Estábamos en La Escalera cuando —ante un público nada escogido— nos contó que se había entretenido con el experimento apenas un día antes. Incluso, nos explicó la ciencia detrás del fenómeno. La paradoja radicaba en que era —supongo que aún es— un tipo bastante capaz en varios aspectos y no un idiota total. Las informática y la tecnología, eran algunas de sus habilidades. Una vez me mostró un solo de guitarra que había grabado y se notaba talento pero —por qué sería extraño— no podía tocar la guitarra con soltura. La armonía le era aburrida.
El Dopping había estudiado con Ale. “Este chamaco tiene la mejor técnica de San Alejandro” me dijo a los pocos minutos de habérmelo presentado. Era coetáneo del Brayan. Sin embargo, era la antítesis de esa energía dilapidada estúpidamente. Por eso su apodo. Daba una sensación de lentitud sostenida que lo hacía parecer drogado. Pero era un tipo con tremendo nivel de sarcasmo. El efecto de oírlo decir lo obvio de una situación con toda la parsimonia del mundo era devastador.
Nuestro punto de reunión era El Café. Pero el circuito de lugares que teníamos era de una amplitud abismal para nuestras necesidades de entonces. El Parque era el centro. Bastaba caminar dos cuadras y estábamos en La Casa de Cultura —el centro de detención y tortura de Ale o donde hacía su servicio social— que pasó de ser una clínica con sesiones de terapia ocupacional a ser nuestro parque de diversiones. También estaba el teatro recién restaurado. Ellos se habían metido en el grupo así que también se volvió otro espacio en el que ir a perder el tiempo. No faltaban lugares para estar. Además, siempre se podía coger una guagua e ir a dar al centro de la ciudad. No era opción para mí. Hasta que Alejandro lanzó la observación: “La silla cabe por la puerta de atrás”, y el Brayan asintió. Nos tomó unos instantes cambiar las reglas: una vez íbamos a una fiesta, le pidieron a un chofer que la abriera y, sin mucho esfuerzo, estuve montado y camino a la noche.