La ruta de las ruinas

“Vamos conmigo a San Alejandro” me dijo. Como de costumbre, no tenía nada mejor que hacer así que me apunté. No era un viaje exploratorio. Ale iba a comprar droga –ketamina y marihuana para un socio que lo iba a salvar con un par de porros– así que pudiéramos considerarlo una “expedición comercial”. Salimos desde temprano. Íbamos para el centro de la ciudad –la zona de ministerios y sólidas instituciones con buenos presupuestos– solo para coger otra guagua más hasta los predios de la Academia. Cargamos con el Brayan. La idea era recoger al Dopping y regresar a hacer la entrega para quedarnos con nuestra parte del cargamento. Un plan sencillo.

Llegamos a la parada. Estaba en la misma cuadra del Gobierno –unos metros más adelante– y perfectamente solapada con el portal de una tienda de productos de limpieza. Nos permitía vigilarla cuando iba hacia el paradero. A veces la abordábamos hacia allá para montarnos cuando aún estaba totalmente vacía y poder acomodar la silla de ruedas sin que la gente estorbara (ni nos pusiera mala cara). Era una tirada de una hora o más. Salía de la periferia este del municipio hacia el centro para después desviarse hasta el noreste. Era una sucesión de casas feas y solares semi yermos. La salida daba a una de las principales carreteras del país –se suponía que conectara a todas las provincias pero nunca se concluyó– y se cruzaba para recorrer otro barrio que colindaba con el mío siendo copia al calco de su último tramo. Y volvía la autopista. A la izquierda, el paisaje se volvía un colchón verde donde las edificaciones parecían creadas por un error urbanístico mientras que, a la derecha, el litoral serpenteaba hasta unos pocos metros de distancia e inundaba el interior con el aire salado.


Era mi tramo favorito. Detrás de un peaje –y a la vista de dos fortalezas coloniales– se encontraba el Túnel –setescientos treinta y tres metros bajo la bahía– que llevaba al casco histórico. La diferencia era brutal. La solidez del Imperio Español –la frase misma reviste ironía— era el centro gravitatorio de las capas temporales y –por qué no– políticas a través de las cuales se extendía la ciudad.
La última parada era en el periodo republicano. Era una de las principales avenidas de la ciudad y siempre tenía movimiento sin importar la hora. Buscamos qué comer. Lo más barato era una pizzería estatal que funcionaba desde los años setenta. La mesera no debía de tener más de veinte. Me regaló su mejor tono de repartera condescendiente –sonrisa incluida– cuando le pregunté si la pasta era al dente. “Eso, ¿qué es?”. Y procedió a explicarme cómo elaboraban los spaghetti desde por la mañana y para el resto del día. Me fui por la pizza que parecía más segura. Mi exquisitez –no solo culinaria– nos costó una demora de casi media hora, debido a aquellas cosas que hubieran podido servir como armas de asalto. Al menos el lugar estaba climatizado. Mirábamos hacia fuera a través del vidrio a la gente pasando y nos burlábamos de cualquier cosa que, creyésemos, lo ameritase.


Una hora más tarde, buscábamos café. Alejandro había hecho un cálculo de cuáles rutas nos servían para llegar allá pero también dependíamos de que la guagua fuera accesible. Algunas tenían barandas atrás. Nos tocó un modelo extraño –el pasillo era estrecho y quedaba al borde de los escalones– pero sería un viaje corto. Nos pusimos filosóficos. Los viajes –sobre todo en transporte público– generan burbujas y la obligación de establecer límites autorreferenciales. Aún tenía frescos mis primeros estudios de metafísica. Le explicaba el problema de la axiología –música y gritos de fondo– cuando nos avisó que teníamos que bajar. Había que cruzar una larga avenida. Del otro lado –y a pocos metros de un obelisco– estaba el edificio con sus diez columnas en la fachada. Según Google, estilo Monumental Moderno. Me alegro de haber revisado porque iba a describirlo como Neoclásico.


Alejandro era una leyenda local. Se notaba en la manera en que lo saludaban profesores y –sobre todo– alumnos que su huella perduraba en la memoria colectiva. Algo de eso me fue contando. Su primer consejo disciplinario fue por pintarle bigotes a todos los bustos de la escuela, incluidos varios mártires y otros santos. Le cogió el gusto. En su primera exposición personal –algo relacionado con su graduación– invitó a Porno Para Ricardo que ya entonces era conocido por no simpatizar con el sistema. Terminó en una entrevista con la Seguridad del Estado. Claro está que eso no sirvió para corregir su actitud punk que era mucho más que gusto musical.


El Dopping nos estaba esperando. Me dieron un breve tour por el lugar que, a diferencia de mi recién abortada universidad, era lo suficientemente relajado como para que dieran ganas de aprender algo, porque ya era bastante difícil motivarse con los viajes intermunicipales y la ausencia de garantía de alimentación. También daban ganas de fumar marihuana. A conseguirla fueron Ale y el otro mientras yo quedé al cuidado del Brayan (o él al mío). Se portó bien. El viaje debía de haberle consumido gran parte de la energía y ya llevábamos varias horas en el camino. No demoraron mucho. Hicimos una pequeña espera para reponer el impulso mientras me presentaban a otros alumnos y conversaba con ellos. Se notaba la diferencia con una escuela regular. El código de vestimenta y largo del cabello era muy relajado y –a un nivel más sujetivo– se notaba la conciencia de pertenecer a una institución antigua. Se hablaba con respeto de la escuela.


Volvimos los cuatro juntos. Fuimos hasta el barrio de Alejandro, que desembarcó para darse un baño y comer algo. De allí, pasamos por casa del socio de la fiesta de aquella noche. Le dejamos su ketamina y empezamos el sagrado ritual –él se lo tomaba muy a pecho– de preparar los tacos mientras planeábamos qué hacer después. Había una fiesta cerca de mi casa. Un colega de nosotros cumplía años y nos invitó a todos los conocidos así que parecía una buena opción. Fumamos.