La vez que me morí

Foto de Asbel Paz

¿Cómo llegué aquí? Es una buena pregunta para ambos: tú, que estás leyendo esto ya terminado, y yo, tratando de llenar esta hoja en blanco para que la leas. Hace un año morí pacíficamente en un hospital. En cuestiones de dramaturgia sería un buen punto de inicio; el momento epifánico perfecto. Sin embargo, la realidad es más sucia que dramática.

Empezó quince días antes de mi “muerte”. Me estaban ayudando a sentar y un brazo quedó fuera del agarre en los hombros. Se hizo una palanca. Sonó cómo si hubieran aplastado una botella plástica de un pisotón o una nalgada a alta velocidad. Así lo percibió una amiga a unos metros en otra habitación. Todo se nubló, me faltó el aire y, en los próximos días, el dolor fue la realidad esencial. Sentarme era un descenso al infierno. La desviación de columna -cifosis- y la debilidad en el torso me obligan a usar el brazo izquierdo como apoyo. No podía sentarme en el baño o la silla de ruedas. Las primeras 24 horas ni siquiera oriné con tal de no moverme.

Soy bastante bestia. El no poder moverte a voluntad crea una alta tolerancia al dolor. Me decía a mí mismo que era una simple luxación. De todas maneras, tenía planeado ingresarme para un chequeo general usando los contactos de un amigo y, aunque hubiese querido ir al médico, no tenía cómo. No había ambulancias funcionando. Llegó el momento del traslado y cuando mi codo se apoyó en mi muslo, al sentarme en la silla de ruedas, chillé como un animal. Pero eso no me preparó para lo que venía. Lo único que había conseguido para llegar al hospital era un triciclo eléctrico como los que salen en las películas tailandesas. No tienen amortiguadores. Eso no sería un gran problema si las calles alrededor de mi casa no fueran polígonos de prueba para vehículos de exploración marciana. Mi calle es, básicamente, un pedregal. Al doblar, las tres cuadras hasta la avenida son una exposición de huecos que se van atenuando. ¿Te parece la fórmula para el desastre? Pues me falta el chófer de quien nunca olvidaré la amabilidad y disposición a meterse en todos los baches que encontraba en el camino.

El sufrimiento purifica, se dice. Hay una larga tradición occidental de redención a través de él. Viene de la noción bíblica del pecado. Como inherente a la naturaleza humana, nos coloca en el vórtice de una para nada definitiva reflexión trascendental. ¿Qué se logra tras un evento en extremo doloroso? Las respuestas van desde la absolución hasta la aprehensión de la realidad pasando por el éxtasis y la despersonalización. No es mi experiencia. Después del décimo bache quizás estuviera en condiciones de presentarme ante Dios pero puedo asegurar que no era placentero ni entendía nada que no hubiera entendido antes. Tampoco me queda muy claro si lloraba. El dolor se había vuelto tan distante como cualquier vehículo circulando por el mundo: éramos dos entidades separadas pero igualmente conscientes. Pensaba que podía morir. Fantaseaba con que uno de los camiones que nos pasaban por el lado nos embestía y todo terminaba. Pero no sucedió.

Tengo que introducir aquí al otro personaje de la historia: mi acompañante. Es mitad “Mr. Nice” y mitad “Pitufo Gruñón”. Y ya debes suponer que fue quién me estaba ayudando a sentar cuando me lesioné. Creía que yo exageraba. En la primera mitad del viaje, que no debió durar veinte minutos pero se hizo muy largo, sus ojos se habían ido abriendo más con cada bache mientras observaba mis muecas. Empezó a convencerse de que era cierto. Para la segunda mitad, yo estaba en otro nivel de la conciencia y él vivía su propia película de horror.

Llegué al hospital casi al borde del desmayo. Hubo un momento de regateo con el chófer que, más bondadoso aún, nos cobró casi el doble de lo pactado. Mis contactos allá me esperaban. Lo primero que pedí fue un cigarro, sabía que tenía por delante una semana sin fumar cuando menos, y morfina. Perseguir al dragón parecía buena idea. Era una fantasía recurrente desde mi segunda noche sin dormir así que ¿por qué no aprovechar la oportunidad y tirarme en la montaña rusa? El socio me sonrío condescendiente. “No te preocupes que vas a poder fumar en la habitación” me dijo, “pero la morfina, bueno, está reservada para casos de cáncer”.

Un médico me interrogó. Unas preguntas después, con las que establecieron que el brazo era la prioridad, me llevaron para mi habitación pasando por un elevador y varios pasillos genéricos de hospital. Llegué hasta la que, después descubrí, era una sala de “misceláneas”. ¿Qué quiere decir eso? Era un lugar para colocar gente con enfermedades que no requerían tratamiento especializado y con diagnóstico favorable o que se estuviera muriendo y no tuvieran cama en la sala que les correspondía. Pero no podía fumar en el cuarto. El primero de mis compañeros era un cardiópata con problemas respiratorios y su esposa cristiana, limpios y buenas gentes. Y ese primer día no tuve ganas. Una enfermera, no particularmente hábil, me puso una duralgina en el muslo minutos antes de que me desmayara la cama.

Al día siguiente comenzaron los exámenes. La mañana la pasé en un ayuno previo a unos análisis de sangre. Después las revisiones médicas. La rutina diaria de lunes a viernes era de tomarme la presión y ser visto por un grupo de estudiantes mientras un profesor te usaba de material didáctico. Esa primera jornada me tocó la placa del hombro. De nuevo al primer piso -cuerpo de guardia- porque la máquina de rayos X de la sala de ortopedia estaba rota. Moverse en un hospital siempre tiene algo irreal. Pero hacerlo desde una camilla es macabro como escenificar un video de death grindcore. Era un pedazo de carne en toda la extensión de la imagen. Tras varias discusiones con la técnico y viajes de oficina en oficina, mi acompañante logró obtener autorización de la directora del hospital. No tenía una luxación. Era una fractura en espiral cerca de la cabeza del húmero y osteoporosis. El panorama no era halagador. Yeso e incomodidad eran mi futuro inmediato y existía la posibilidad de que no soldara o de que lo hiciera mal y no pudiera volver a apoyar el brazo. Las consecuencias podrían ser devastadoras para mi estilo de vida. Veinticuatro horas después tenía el brazo inmovilizado y trataba de encontrar la resignación.

El calor y la laxitud eran el estado general de la existencia. Mi estancia allá estaba marcada por el ritmo de los procesos vitales: dormir, comer y de nuevo dormir. Mi acompañante iba de un lado a otro. Usaba su talento de Mr. Nice para obtener un mínimo de comodidad o algo de café que nos hiciera la estancia llevadera. En menos de una semana ya era conocido tanto por varios pacientes como por el personal. En medio de esa rutina un día se tropezó en el hospital con una ex que acompañaba a su padre enfermo de cáncer avanzado. Cuando regresó al cuarto estaba, cuando menos, impresionado. Según me contó, el hombre había sido un padre sustituto que le había enseñado plomería y albañilería. Asumo, no me lo dijo, que estaba despidiéndose. Incluso, posteó una foto de ambos a contraluz mirando hacia el horizonte desde un balcón del hospital.

Los días siguientes iba de una sala a otra, mientras yo esperaba las visitas que venían a traerme la comida, dormitaba, veía algo en la PC que mandé a buscar o también conversaba con los otros pacientes. Una mañana entró a avisarme que el hombre agonizaba. Horas después, murió. Entonces empezó la tragedia de conseguir un carro fúnebre y los preparativos post mortem. Esa misma tarde lo enterraron. Mi acompañante se fue hacia el fondo del balcón a rumiar su pérdida. En algún momento cambió su foto por la que le habían sacado en días anteriores. Le colocó el cintillo negro de luto.

Acababa yo de despertar de mi siesta. Solía quedarme dormido al final de la tarde durante un par de horas. Empecé a revisar mi teléfono. Una de las notificaciones de mi Facebook decía algo como “Amigo, donde quiera que estés…” o algún otro cliché. La publicación había sido eliminada cuando intenté acceder. En ese momento entró mi acompañante con una risa nerviosa: “Papa…¡Te mataron!”.

Un aspirante a influencer había visto la foto. Asumió que la persona delante de mi acompañante –estaba  sentada en una silla y no se podían distinguir los detalles – era yo. No iba a perder la oportunidad de ganarse todas esas reacciones. Para cuando vi la notificación, llevaba un par de horas muerto y le habían advertido del error. “¿Por qué le dijiste eso?”. No pude leer los comentarios pero todas esas anécdotas, con gente que jamás vi en mi vida, serían invaluables. Hubiera descubierto mis virtudes. Incluso, muchos hubieran peregrinado hasta la funeraria de Guanabacoa con tal de estar en el evento del día.

Por supuesto, hubo aclaraciones públicas. Durante un par de semanas la gente me preguntó qué había pasado. Aparte de languidecer en el hospital, nada.