Me dieron la noticia en el parque. Me la dio una de las tantas chiquillas que se le pegaban —adolescentes en su mayoría—, más por mostrar que estaba actualizada con el tema de moda que por genuina preocupación. No me cogió de sorpresa. Él mismo se esperaba algo así “por payaso” —me había dicho unas semanas atrás— y quién mejor que uno mismo para juzgarse. No era grave. Un par de días e iba de vuelta para su casa, dijeron los médicos. Me demoraría una semana en verlo. Imaginaba un carnaval de morbo desfilando por su casa durante ese tiempo y —como mínimo— quería respetar su proceso de curación. No había mucho más que pudiese hacer.
Pasé dos veces por su casa antes de verlo. Me recibió un familiar —creo que una tía política— quien me dio parte. El Lachi estuvo cuidándolo. Este Lázaro en particular era como un cachorro que, además de perdido, era feo y no muy inteligente. Su historia daba lástima. Básicamente, un huérfano —la madre se había desentendido del tema para emigrar— criado por una abuela que, en sus últimos años, desarrolló Alzheimer. Su apego era patológico. Sustituyó a la familia que no tenía por amistades a las que asfixiaba con sus esfuerzos —muy poco atinados— en ser gracioso y encajar. Puppy lo adoptó como mismo lo había hecho Bárbaro antes. Casi siempre buscaba figuras que mostraran fuerza y autoridad —hermanos mayores— para las que trataba de hacerse imprescindible. Cosas como gestionar visitas a un enfermo. Tras casi una semana de insistencia de su edecán, decidí entrar bajo la presunción de que era la voluntad del convaleciente.
Nunca había entrado. Vivía en un pasillo estrecho —la silla apenas cabía— en lo que parecía ser un complejo familiar que se había segmentado en el proceso (no cumplido) de recambio generacional. Su casa estaba a la izquierda. No había espacio para girar así que la única manera de entrar era levantando la silla entre dos. El Lachi hizo lo que pudo. Ya adentro me detuve a observar el cuarto, guardándome de hacer comentarios. La decoración era lo que se esperaba: un montón de objetos de imaginería africana —incluido un altar de santería que no lograba identificar— y mucha parafernalia rastafari (Bob Marley me miraba sonriente). Se notaba que vivía un soltero. En ese cuarto —una subdivisión para la cocina y un baño que se aislaba a través de una cortina— apenas tenía el equipo de música, una butaca y el colchón en el piso justo al lado de la puerta. Y un cuchillo en la ventana. Estaba entre la persiana y el marco justo al alcance de su mano como el bate que estaba a mis pies. Esperaba que vinieran a rematarlo. Yo quedaría en el medio de cualquier cosa que sucediera.
No puedo decir que fue jugando. La cicatriz era de varios centímetros y bastante cerca del intestino por lo que pudiéramos decir que corrió con suerte. Lo cogieron desprevenido. Iba caminando por una calle secundaria cuando un tipo le salió de la nada, dio la puñalada y se largó. “Me estoy ablandando”. Caminó varias cuadras —calculo que casi un kilómetro— hasta el policlínico más cercano mientras perdía sangre. Se desmayó al llegar. Cuando volvió en sí, la policía estaba esperando —como indica el protocolo en casos de víctimas de violencia— para pedirle referencias respecto al agresor. No tenía nada que decirles. “Era de noche… me cogieron desprevenido… usted sabe cómo es eso, oficial”. Era un código de la “vieja escuela”. La cuestión no iba tanto de no cooperar con las autoridades como de dejar al tipo al alcance de posibles represalias. En prisión, hubiera estado protegido. Cualquiera que iniciara algo así contra Puppy, si lo conocía (aunque solo fuera por referencias), estaba consciente de que, si no lo mataba (o incapacitaba), tendría que esconderse. Y si lo había visto. “Ese y yo vamos a tener una conversación larga y me va a explicar a qué se debió esto”. Sospechaba que el tipo era sólo un peón. La explicación más simple que podía dar es que se trataba de un Don Nadie tratando de ganarse puntos —subir la reputación— a costa de cazar un lobo solitario. Pero no iba a hacerlo entrar en razón. Varios años en prisión —y demasiadas lecturas de El Padrino— lo dotaban de una perspicacia que rallaba la paranoia. Incluso, el delirio. No había manera en que pudiera —como planteaba— tenerlo amarrado en el baño de esa misma casa sin que se enterara media cuadra. No se me ocurría qué decirle. “Yo no estaba para nada…” respondió ante mi débil intento de disuasión “…pero esta es la vida que elegí y tengo que seguir en ella”. El discurso no era para mí. “Rasta que está en guerra, no es rasta” pero no quedaba claro si servía de argumento definitivo. El peligro era real.
La recuperación fue rápida. Tres semanas después pasaba por El Café y, aunque no del todo, empezó a ser el mismo de siempre. Una tarde me invitó a su casa. Desde aquella primera visita —mientras duró su convalecencia— me había pasado dos o tres tardes con él. Hablábamos de literatura. Además de leer, le gustaba escribir —en prisión era otra habilidad que se adquiría por obligación— y me mostró algo de lo que hacía. No era memorable. Quizás fuera bueno pero el tema —declaraciones de estados de ánimo— no me interesaba. No íbamos a eso. Me ofreció bebida, lo que era extraño porque a él no le gustaba. “Ya cacé al punto” me soltó. He escuchado confesiones de asesinos convictos —incluso antes de conocerlo— pero esa me cogió por sorpresa. “Un tiro en el buche” (el estómago). Más que una cuestión estética —la búsqueda de una simetría— o de justicia poética era un tema pragmático. La cabeza es una superficie más pequeña y dura. “Lo dejé ahí tirado”, respondió justo a lo que estaba pensando porque ni siquiera quedaba claro si lo había matado o no; a qué atenerse; si debía seguir durmiendo con el cuchillo y el bate a mano. Y yo jamás le preguntaría.