Los prisioneros

Los académicos cargan el estigma de Sócrates. La gente espera seres prístinos cuales fuentes inagotables de conocimientos en continua actitud de entrega. Resulta un término medio entre los mártires y los sofistas. Creo que es culpa de casi cincuenta siglos de historia occidental y una mala interpretación del tema en los últimos tres. La realidad es mucho más cruel. Los seres humanos somos increíblemente sórdidos y ridículos más allá de nuestros personajes bien elaborados y, siendo justos, a veces también estando en ellos. Es algo que todos hemos visto. Tiene que ver con la cuestión universal de que nuestras partes están integradas. Pero a veces se da algo extraño. La disociación llega al punto de dejarnos frente a dos personas completas en dos universos desconectados. Vi mucho de eso en mis profesores de la universidad. En otros la división era más sutil en cuanto a que era más consciente.

Carlo llegó a simpatizarme. Fuera de la universidad, su personaje no montaba berrinches políticos ni administrativos. Había algo auténtico en él. De verás su fascinación por la cultura no era algo impostado. Pasamos horas hablando en El Café. Ahora que no era un alumno – y no mediaba una relación de autoridad – hablábamos como dos tipos que compartían intereses. No creo que fuéramos iguales. Él era un adulto con dos hijos – el mayor a punto de entrar a la adolescencia – y yo era poco más que un adolescente. Me faltaban experiencias. Por aquel entonces, ni siquiera había salido de la provincia y pasarían años antes de que lo hiciera. Él ya había estado en Venezuela. Las conversaciones, inevitablemente, giraban en torno a la política aunque nunca caímos en un tema concreto que nos llevara a una discusión violenta. Tenía su tendencia utopista. Era una mezcla de nacionalismo con panamericanismo salpicado de ilustración y nostalgia. Vivía en la nostalgia de lo que pudiera ser. En algún momento desapareció del lugar por unas semanas hasta que volvió de un viaje a España. No aviso que viajaría. En plena confianza se me acercó al oído y me dijo: “¡Vete para la pinga de aquí!”. Supongo que el progreso se impuso. No tardó mucho tiempo en emigrar con toda la familia y, hasta el sol de hoy, no he vuelto a saber de él.

Clara fue más coherente. Creo que era uno de los seres más – si no el más – bizarros en el mundillo intelectual de la zona (lo que no es poca cosa). Siempre pensé que era una loca. Después lo confirmé pero descubrí su lado interesante, que radicaba en su erudición – su casa era casi una biblioteca que usaba los libreros como paredes – y su caprichosa sensibilidad. Vivía en una parodia de bohemia. Aquella mujer inmensa – de una obesidad proverbial – tenía una obsesión malsana por la poesía, el ballet y la pintura. Y la volcó sobre sus hijos. Creo que fue un mecanismo compensatorio por una infancia miserable entre dos emigrantes españoles semianalfabetos. Al menos ella les daría cultura. A la mayor le impuso una carrera de pintora que no despegaba. Sospecho que no le interesaba. A base de tanto adoctrinamiento, se dio un ser híbrido que no acababa de poner los pies en ningún mundo del todo. Su materialismo era un culto a la precariedad. Y desde allí mismo reconstruyó la espiritualidad concreta que vio un perfecto correlato en la religión afrocubana y su animismo. La madre era cristiana. O, siendo precisos, fue de iglesia en iglesia escalando en el nivel de toxicidad sociológica hasta terminar en Los Testigos de Jehová. La situación era de un ridículo total. Sólo oí a una de las partes pero imagino a la otra describiéndose como víctima de una opresión que evidenciaba una lucha metafísica entre potencias irreconciliables que sólo disfrazaban sistemas de valores de distintas épocas. O sea, dos variaciones de un mismo tema. La nieta, hija única, estaba en medio de toda la batalla como un muñeco del que tiran dos niños, en direcciones opuestas, agarrándolo por las extremidades. No parecía percatarse de nada. El hijo era, de ser posible, un caso más trágico aún puesto que nunca llegó a rebelarse. Su cuerpo lo hizo. Con una carrera como bailarín – y reconocido talento – una lesión recurrente en la rodilla lo puso en el límite entre una silla de ruedas y la mediocridad. Tuvo suerte. Se casó con una mujer francesa y se estaba armando de un perfil intelectual con bastante fluidez en el idioma (enseñado por su progenitora). Daba la sensación de una doble huida. Escapaba de condiciones de vida horrendas y de un destino que le habían construido sin contar con él.

Pero Clara era una excelente profesora. Más allá de sus taras ideológicas, trataba de dar una experiencia estética en cada clase. Le daba un aire hippy al tema. Eso iba muy en sintonía con su estética general – es la persona más despreocupada que haya conocido – y le permitía desbocar toda su “energía artística” reprimida. Nunca me dio clases. Trabajaba en una de esas carreras imprecisas pero su fama se extendía por todo el lugar hasta volverla una especie de leyenda. Era una conversadora afable. De no ser por sus continuas quejas y anécdotas de folclor autorreferencial, la locura en ella no hubiera pasado de una intuición bastante fuerte que no llegaba a confirmarse. Su poetización la diluía. Incluso, le permitía apreciar un mundo más allá de sus límites ideológicos (que condenaban todo lo mundano). Quizás por eso la apreciaba. Ver a dos cosmovisiones opuestas convivir en una persona – y que ambas rijan – es como observar un eclipse solar. Debí ir a alguna de sus clases. En general, se quejaba más del claustro que de los alumnos con la excepción de los cuadros. Los despreciaba. Creo que era un sentimiento generalizado – los tipos eran de una incapacidad proverbial – pero en el caso de ella tocaba una fibra más visceral: su postura política. Nunca intenté definirla pero vivo convencido de que no hubiera obtenido resultados coherentes. Era un desprecio estético. Faltaba la sensibilidad poética; belleza intrínseca; el vórtice mismo que justifica la existencia de la humanidad.

No sé qué ha sido de ella. Sus rodillas estaban colapsando por el peso y le era difícil caminar. Igual, se fue a vivir sola. Estuvo años tratando de vender su casa – una propiedad inmensa – para separarse de la hija. Supongo que se dedicó a las clases particulares. Le había perdido el rastro mucho tiempo antes de mudarme y no era precisamente una mujer joven cuando dejé de verla. Me pregunto si habrá podido llevarse sus libros. Tenía unas decenas de perros y gatos – mal alimentados como los humanos de la casa – que convivían con una buena colección de alimañas. El destino de todos es un misterio.

F tampoco fue profesor mío. Otra amistad circunstancial – salía con una amiga – pero que ya ronda los veinte años. La vida es extraña. Hoy todos parecemos ir a la deriva tras un naufragio que no logro definir cuando sucedió y si ya llegamos a la orilla. Creo que no. Seguimos agarrados a un palo, tratando de acomodarnos y a merced de la corriente. Visito lugares comunes, lo sé. Es lo que pasa cuando vives lo suficiente y ves la misma historia de vida con variaciones generacionales. Mi amigo era abogado. Hay un pequeño porcentaje de ellos que le sacan el zumo a la carrera y se volvían un poco más. He conocido varios casos. Los intereses se expanden de alguna manera hasta más allá de su perfil. Él los traía de antes. Le gustaba pintar y, de alguna manera, se había formado cierta habilidad como pintor. También tocaba la guitarra. En general, había logrado un buen empaste de conocimientos que le daban cierta intuición de la totalidad.

¿Por qué daba clases allí? La respuesta parece recaer en el más burdo materialismo: le daba acceso a otro salario. Pero eso es engañoso si tomamos en cuenta que realmente se esforzó por hacer algo decoroso. Nos hicimos una pregunta: una vez que se graduaran toda esa gente – lo cual era muy difícil – ¿dónde trabajarían? Sabíamos que el programa era un despropósito. Y, siendo sincero, mucho de lo que he anotado sobre ese periodo surgió de conversaciones que tuvimos. Él vivía en una paradoja. Yo nunca he podido moverme dentro de ellas sin que me destrocen. También lo veía como algo temporal. Eventualmente, su vida cogería otro rumbo – literal y profesionalmente – con dos años fuera del país estudiando otro idioma. Su carrera despegó. No creo que tenga mucho tiempo para pintar, escribir o tocar un instrumento. Sería cruel recordárselo.

Ya mencioné a A y D. Hubo muchos otros profesores que me simpatizaron y cuya imagen es bastante borrosa. Me pregunto qué será de ellos. Más allá, me pregunto quiénes eran cuando no representaban el personaje. Me pasó algo curioso una vez. Me tropecé con el decano de la facultad de derecho a sólo dos cuadras de mi casa. Vestía ropa raída. Me saludó con afecto y, tras un intercambio protocolar, me contó que se dedicaba a trabajar un terreno que le habían entregado en usufructo. No pregunté más. Creo que hubiera sacado una buena historia de haber investigado pero de algo estoy seguro en cuanto a la universidad: todos estábamos atrapados allí.