Los Reyes del Pueblo

Tengo sangre para los locos. Si estoy en un lugar rodeado de gente, no importa cuánta, van para arriba de mí. Es como si mi olor los atrajera. Aunque no sea el objetivo del acercamiento, hay siempre una especie de pleitesía ya sea en la forma de un gesto leve o, incluso, grandilocuente. Desde una inclinación de cabeza hasta una reverencia arrodillados. Siendo niño me saludaban con una deferencia propia de una celebridad o un monarca local, a veces asustándome por la estampa y el olor. Lo achacaba a varias cosas. Estaba mi madre – alta, rubia y llamativa entre tanta gente de pelo y piel más oscura – que quizás fuera lo que los atrajera realmente y, por supuesto, estaba la silla de ruedas – algo que hasta a los niños les llama la atención – conmigo arriba, también rubio con todo lo que conlleva. Llegar a la adolescencia cambió mi teoría. Se me oscureció el cabello y andaba solo pero se me seguían pegando.

Mi pueblo era famoso, entre otras cosas, por sus locos. Había allí todas las variedades posibles: desde enajenados que vivían en la calle hasta artistas excéntricos pasando por alcohólicos, megalómanos, mitómanos, erotómanos, y pájaras. Puede ser que hubiera algo en el agua. En la primera mitad del siglo XIX era un lugar para vacacionar con baños medicinales que se construían a partir de los manantiales y, hasta poco después del sesenta, se embotellaba agua. Entonces descubrieron la contaminación. Uno de los seis cementerios del municipio, el más antiguo que databa del siglo XVI, se había ido filtrando hasta contaminar las reservas subterráneas que usaba la embotelladora y el negocio cerró. Eso abre el espectro a las explicaciones sobrenaturales. Otra explicación a tanto delirio, que muchas veces suele ser explícitamente religioso, es la cantidad de iglesias – cinco católicas y cuatro protestantes – sin contar plantes Abakuá y todo el catálogo de otros líderes y creyentes más o menos institucionalizados.

Pudiera ser que la respuesta esté en la identidad. No es campo pero tiene toda una franja de territorio llena de pequeños pueblos de campo que tributan al centro, que no es ciudad, pero acapara casi todos los servicios. Se pone raro. Un día vas caminando por la calle principal y una carreta tirada por un caballo – más hueso que animal – te pasa por al lado dejando una estela de mierda. Incluso sucede con la distribución de espacios. Caminas unas pocas cuadras y vas a parar a un yerbazal que, rodeado de edificios y asfalto, da alimento a un pequeño rebaño de chivos con pastor incluido.

No es tan idílico como parece. Y mientras más se aleja del centro, todo empieza a tomar un aire de realismo mágico que hace parecer a García Márquez un artesano de tercera. Eso nos lleva al enfoque economicista (freudomarxista, si se quiere). Sacando dos o tres empresas bajo control estatal, aquello se ha ido volviendo un erial desde que expropiaron las fábricas y centralizaron la economía. Era una de las zonas más industrializadas del país. De la noche a la mañana, pasó a ser una ciudad (o pueblo) donde sólo se iba a dormir y, sobre todo, perder el tiempo. Era lo que más se hacía. Junto con el colapso económico, llegó un colapso de la infraestructura y terminamos viviendo entre vertederos de basuras, salideros de agua y edificios derrumbados con reggaetón de fondo. La locura encaja perfectamente.

Con dieciséis años, estudiaba en la Facultad. Era una escuela para adultos, la edad mínima era de diecisiete y era obligatorio tener algún vínculo laboral, pero logré que me hicieran una autorización especial para poder entrar a los quince en décimo grado. No me iba mal. Desde hacía unos meses tenía una silla de ruedas eléctrica funcionando con bastante autonomía de movimiento. Me dediqué a recorrer el pueblo en mis días libres. Me gustaban los barrios que no conocía así que trataba de visitar conocidos para, en el trayecto y la estancia, conocer el lugar. Me daba cierta libertad. A veces terminaba en lugares nada recomendables para la salud pero, al menos, evadía a los que me vigilaban para “cuidarme” (y le iban con el chisme a mi familia). Trataba de llegar siempre temprano. Existía el peligro de un asalto nocturno, estaba sentado sobre un mínimo de 500 dólares, pero siempre fue más un mito que una realidad. Era un lugar seguro.

Los días que tenía escuela trataba de llegar temprano, por lo que me iba desde las dos o las tres para allá. Las clases empezaban a las seis. Tenía horas para perder en el parque que había al frente en el que, además de una parada, había un anfiteatro. Era la construcción más fea en kilómetros. Los fines de semana se daban conciertos allí que terminaban con muertos, heridos y algún que otro arresto pero entre semana era la nada activa dirección municipal de Cultura. También había una iglesia al lado de donde estudiaba. En la manzana opuesta, del otro lado, estaba la escuela de música de nivel básico desde la que escapaba un ruido incómodo.

Nunca me ha molestado estar solo. Las horas que pasaba allí podían írseme mirando el panorama. Generalmente aparecía alguien. O cabía la posibilidad de sacarle conversación a cualquiera mientras le pedía para prender, en lo que era bastante bueno. Los locos también eran parte del panorama. Había toda una familia, orientales por su apariencia, que se dedicaban a beber y recoger cosas de la basura. Creo que las vendían para reciclaje. No me queda claro si compartían lazos de sangre o si tan sólo eran un grupo que habían establecido una especie de comuna en base a los intereses compartidos. Alguien me dijo que ambas hipótesis eran ciertas. La más joven de ellos, contemporánea conmigo y que no participaba en la recolección, parecía ser hija de la mujer pero pudiera ser de cualquiera de los hombres. El parecido entre ellos era indiscutible. A veces, estando muy borrachos, se caían a golpes con lo que tuvieran a mano. Los vi pasar sangrando por turnos. Todos me saludaban con afecto, especialmente la mujer, y me pedían o brindaban cigarros o cualquier veneno de dudosa procedencia que bebieran. Declinar fue sabio. Una vez se cruzaron con un alcohol de madera que mató a la mitad y al resto los dejó más locos y medio ciegos.

Los parques eran lugares de reunión de locos. Tiene que ver con el acceso a recursos que suelen conseguir de la gente que pasa o de los negocios y establecimientos circundantes. Suelen ser hábiles en ello. Años después de terminar la Facultad, mudé mi vida social hacia el parque de Martí, donde empezaba o terminaba – depende de cómo se quiera ver – la calle del mismo nombre. La variedad allí era mayor. Lo más llamativo era como se integraban en el paisaje hasta el punto de la simbiosis. Completaban el sentido del lugar y viceversa. Conseguir cigarros, café, bebida o, incluso, comida no era muy diferente para ellos que el proceso de recolección que realizaría cualquier animal en una jungla. Me pregunto si no era yo también así. Llegando a la obvia conclusión de que todos lo éramos, se abría la interrogante de cómo se insertaba la “locura” en todo ese esquema. La cordura parecía una carga. La gente tiene expectativas respecto a uno cuando te tildan de “cuerdo” o “inteligente” y no son sencillas de cumplir. En mi caso no eran tan altas. Puedo achacar mi patologización a la incapacidad de mi familia para aceptarme pero no logro ver en ellos más que las demandas del sentido común. Y, de acuerdo con esas reglas, una persona en sillas de ruedas es un mueble parlante. Cuando me negué a serlo, dictaminaron que era un loco potencialmente peligroso y me buscaron una psiquiatra que lo confirmara. No procedió. La pobre señora no tenía con que trabajar y mi análisis para detectar uso de drogas dio más limpio que orina de neonato. Pero entendí qué era la locura. No era más que una forma distinta de afrontar las mismas pequeñas mierdas que todos asumen sin chistar. Mientras más rara, más loco estabas.

Carlitos era El Loco perfecto. Un viejo que usaba pantalón y camisa formal cuyo bolsillo delantero estaba colmado de bolígrafos e identificaciones. Caminaba encorvado y gesticulando. Su comunicación era precaria, una mezcla de palabras ininteligibles y señas muy específicas. La comida no le era un problema. Las monjas de una Iglesia tenían un programa para dar almuerzos y comidas y él, a pesar de no poder leer, partía en dirección del lugar en los horarios correspondientes. Su preocupación eran tomar café y fumar. Hacía un gesto muy específico de llevarse el índice a la boca, cuando quería un cigarro, o levantarlo, para pedir un peso, mientras decía “mi amigo, mi amigo”. Era un maestro en ello. A mí en particular llegó a perseguirme una cuadra mientras gritaba mi nombre pidiéndome dinero. La pregunta por su delirio era universal. Hablaba de que iba a firmarnos un cheque por cuatro mil cuatrocientos (siempre la misma cantidad) o de que “con los hombres hay que hablar”, siempre con énfasis y dando palmadas en los hombros mientras repetía “Tú eres mi amigo, tú eres mi amigo”. Proyección típica de cuadro político. Para molestarlo, bastaba con decirle que lo íbamos a mandar para la Zafra – uno de los leitmotiv de las campañas propagandísticas hasta los dos mil – y empezaba a gritar “¡Ya yo fui!¡Ya yo fui!” yéndose molesto o pedirle una de sus plumas, a lo que respondía “¡Es del Estado!”, aunque yo era de los pocos a los que se las prestaba. Concluimos que era un dirigente enloquecido. Alguien nos contó que siempre había sido así y el personaje se lo había ido armando de meterse en policlínicos y otros lugares donde lo toleraban. Ambas teorías me gustaban.

No sé qué fue de él durante la cuarentena. No he vuelto a verlo y probablemente no vuelva ya que no tengo razón para ir al municipio. ¿Sobrevivió? Quizás sí pero dudo que pudiera adaptarse a la inflación o la nueva sociedad. Me cuentan que han aparecido más locos jóvenes. Es un nuevo mundo y se producen nuevas locuras.