Otra carnicería

Digamos que Puppy no era inocente. Pero tampoco podemos decir que fuera culpable —en el sentido legal e inscrito en un tiempo y espacio determinado—.
—Estaba quitao —comenta Juliette.
A esa altura de la partida ya lo conocía lo suficiente para decir que era cierto. Llevaba tiempo buscando una salida.
—Por eso vengo para acá… —me señala los alrededores: las mesas del café, la gente conversando— …aquí no tengo que estar en alerta.

El cansancio se le siente. Una nota en su voz suena a hastío y nostalgia por las cosas que no ha tenido: la paz, una familia y redención.

Es a mediados de diciembre. El Ministerio del Interior cierra su año con una “recogida” —es el nombre que se da a nivel popular—, y la de esa temporada fue bastante intensiva. Hubo muchos conocidos presos. No recuerdo que ninguno fuera por drogas duras —cocaína o piedra, que era lo más fuerte en el mercado—, sino por marihuana. Al menos no era tráfico internacional. Se cultiva en los campos —el clima es propicio— y la traen a la ciudad, donde la venden a precio de oro. Lo que no disminuye la política de Tolerancia Cero. La temporada de caza no discrimina entre consumidores y vendedores —cargan a cualquiera que tenga una sustancia regulada—. Usan a los primeros como cebo. Muy poca gente soporta la presión de una condena de siete años si no coopera y, como cualquier policía que se respete, esta se aprovecha del desconocimiento de los protocolos legales. Dos testigos es todo lo que necesitan.

Veamos la situación en perspectiva. Es el año 2003 y se da un escándalo internacional cuando, desde una pequeña isla caribeña, llega un barco cargado de cocaína a puerto español. El tirano insular tiembla. Hace doce años tuvo que hacer una purga para lavar su imagen cuando se destaparon sus conexiones con el cartel de Medellín —y he aquí que el sudor cubre su frente—, lo que propició la caída de su colega en una nación vecina. Declara la guerra a las drogas. Había que llenar los medios con imágenes y estadísticas, así que la policía se dedicó a darle material a periodistas y cámaras.

No había tal tráfico. Esa primera “recogida” terminó por ser una especie de limpieza contra el mercado negro. Cargaron con todos los vendedores de pacotilla. No era un trabajo regulado —ni siquiera las líneas de suministro lo estaban—, así que eran susceptibles de ser juzgados por “enriquecimiento ilícito”. Ya dentro, se levantaban cargos por drogas. Y, si no había evidencia física, todo quedaba a nivel de testimonios, muchas veces obtenidos a través de intimidación. Eso le pasó al marido de Janet. Era de los más jóvenes en una familia de ocho hermanos —dos hembras y seis varones—, donde tres de ellos padecían atrofia muscular. Le iba bien de merolico. Tanto así que se llenó la oreja izquierda de oro y se compró una silla de ruedas eléctrica —como la que me dieron a mí para que continuara yendo a la escuela—.

La leyenda urbana surgió al instante: un tipo con la oreja llena de argollas que vendía caramelos con drogas —los guardaba en el cajón de la silla— a los niños. No le habían probado ni ocupado nada. Conozco gente que estuvo en la requisa —hasta el piso levantaron— y el único polvo se debía a la piel muerta de los habitantes de la casa. No importó. Dos testigos contaron que vendía y la opinión pública —era el día a día del noticiero— estaba a favor y cebándose con el morbo. Yo seguí en la calle. Por motivos evidentes —y para demostrar los niveles de estupidez infinitos de mis coterráneos—, el público decidió que yo era el origen del rumor.

Han pasado doce años desde entonces. La política antidrogas se ha vuelto parte del imaginario político y otro mecanismo de control social. Eso es El Babilon. Mi generación ha normalizado el consumo de marihuana, pastillas y ketamina sin formar por ello un drama moral.

Puppy tenía una reputación. Todos sabíamos que era alguien peligroso, pero era algo que estábamos dispuestos a aceptar. No apelaron a su potencial. Eso hubiera tenido un precedente legal —se llamaba “peligrosidad social”— y lo hubiera puesto un año fuera de circulación. La cuestión no iba de proteger a la juventud. Se trataba de mostrarle al mundo una estadística palpable —documentos como correlatos de historias de vida reales— de la cruzada estatal contra un flagelo que —como cierto gato— está y no está.

El resultado es interesante. Al no haber un suministro que llenara la demanda, el mercado se llenó de canabinoides sintéticos de difícil detección. También llegó el crack. Atando cabos, haciendo la suma, uno llega a la conclusión ineludible de que todo era una charada que colapsó frente al peso de la realidad.

—Es la vida que elegí.
Es una frase que le he oído varias veces y aún resuena en esta conversación. Juliette se ve cansada. Nunca ha sido una mujer hermosa, y esos tiempos —los viajes a prisión, conseguir el dinero para la jaba, la preocupación de lo que pueda pasar— van destruyendo las pocas vetas de juventud.

La elección de Puppy quizás fue personal. Pero las consecuencias, aunque nadie las previera, involucrarían a todo aquel que tuviera un vínculo fuerte con él. Del infierno no hay constancia. De la cárcel escapan cuerpos que asemejan más a fantasmas que a personas.

Volví a verlo una última vez. No le pregunté nada —ya tenía bastantes referencias por ella— y fue una conversación superficial. No parecía disfrutar de estar afuera. O quizás no quería acostumbrarse a una libertad temporal —estaba de pase en un régimen de seguridad mínima— que después le pasaría factura a modo de una ansiedad enfermiza. Iba a volver solo para esperar la salida. No se me ocurre manera más efectiva de quebrar un espíritu que la esperanza. Tampoco de preservarlo.

Lo que queda, en el mejor de los casos, es aferrarse al instinto asesino para sobrevivir otro día. Estaba en ningún lugar.