Era lo que tocaba. Doce años de mi vida – suficiente para hablar de una por derecho propio – los había dedicado a ello. No se sentía como una realización. Flotaba sobre el oleaje en medio de una marejada no lo suficientemente fuerte para ahogarme pero sí como para evitar que nadara en la dirección deseada. Dejarse llevar es fácil. Pero algo me impulsaba a moverme fuera de la corriente que, sabía, era el camino hacia costas seguras. Dudaba. No tenía ni idea de a dónde ir pero la incertidumbre me parecía más confiable que la inercia. Así fueron los dos meses antes de empezar la universidad.
Acababa de terminar la Facultad Obrero Campesina. A pesar de las pocas oportunidades de socializar en aquel Bachiller para adultos que tenía – estaba lleno de amas de casa y trabajadores – había hecho amistad con profesores y varios compañeros . Nos vimos dos veces por semanas durante tres años. Además de las interacciones personales, que evidentemente crean vínculos, estaba la cuestión de mi estatus especial. Era el alumno más joven. La edad mínima para entrar era de diecisiete años y yo había entrado a los quince tras terminar la secundaria. Era mi única opción plausible. No había ningún preuniversitario que tuviera condiciones para mí ni yo quería repetir la experiencia de estar becado. Obtuve un permiso especial del Ministerio de Educación. No era muy distinto a lo que ya había vivido y, al menos, tendría profesores que llevaban toda una vida en ello. La exigencia era alta. Años después de que terminara hubo un cambio de programa y gran parte del claustro pasó al retiro definitivo. Aquello se volvió un desastre. La corrupción era un secreto a voces y las clases una formalidad. No era mi experiencia. Lo que había logrado era un perfecto equilibrio entre tiempo libre y estudio con sólo algunos picos de estrés en los periodos de prueba. El último fue intenso. Eran dos pruebas estatales – Matemática y Español – con las que habían asustado a los estudiantes desde el primer día. No fueron difíciles de sacar. Sí me quedó el agotamiento y la sensación de meta alcanzada que al momento descubrí engañosa. Mi título no me servía. Era un requerimiento para el mercado laboral pero no daba acceso a la universidad. No existían los exámenes de acceso. Se transitaba directamente desde una instancia a la otra usando el aval del escalafón.
Mis opciones estaban limitadas. Los cursos por trabajadores requerían vínculo laboral y no se podía estudiar cualquier cosa que uno quisiese. En algo sí tenía ventajas. Las sedes universitarias municipales acercaban la posibilidad aunque yo quedaba todavía fuera del mecanismo. Fue en el marco de la Batalla de Ideas. Incluso hoy, tras veinte años, no tengo del todo cual era el objetivo de este plan específico. Conmigo estudiaban gente que iban para allá. Les pagaban un estipendio por estar un año en algo llamado Curso de Superación. Se veían desubicados. La mayoría nunca pensó en terminar una carrera pero supongo que era muy tentador que les pagaran por hacer, básicamente, nada. Creer que se graduarían no era realista. Menos aún que se quedarían a fomentar proyectos locales una vez que tuvieran un título que los acreditara como profesionales. Ni habría tantos puestos de trabajo. Pero, para mis objetivos, serviría de maravillas y me daría una miseria más de dinero.
¿Cuáles eran mis objetivos? No tenía ni idea de qué responder a eso porque no era algo que me hubiera planteado. ¿Cerrar otro ciclo? A esta altura de mi vida la compulsión de las graduaciones empezaba a volverse grotesca. Me hice esa pregunta y varias otras. Ni siquiera tenía una idea clara de qué iba a estudiar a pesar de que – con profunda convicción – me decantaba por la psicología. Demasiadas películas me habían predispuesto. Toda la orientación vocacional que había recibido era un montón de libros y bastante cine. Incluso la música. Pero no existía la posibilidad de estudiar Lengua y Literatura Inglesa porque, evidentemente, no tenía mucho “interés social”. Detestaba la informática. El resto de las carreras – todas de Ciencias Sociales – eran una promesa de empleo como técnico en la gran obra ingenieril que jamás echó a andar. Era cuestión de escoger el mal menor. No tenía ni idea de en qué me metía y coloqué la soga alrededor de mi cuello.
Ni siquiera eso fue sencillo. Se me ocurrió plantearle a mi abuela la posibilidad de postergar la matrícula un año mientras pasaba el Curso de Superación. Se inició una temporada de drama. En aquel entonces era muy dado a que ella se me impusiera y aquella vez fue apabullante. Comenzó la movilización burocrática. No llegué a leer todas las cartas pero me imagino que figuraba como una mezcla perfecta entre el futuro y el cumplimiento de la nación. Me sentía fuera de lugar en el papel. Y todo el esfuerzo se estaba haciendo sin que yo creyera en su pertinencia. La duda era definitiva. A partir de ella, se definía todo lo que era y podía llegar a ser por lo que un poco de reflexión parecía lo más sensato. Pero la vida no va de sensatez. En aquel entonces iba de debatirse entre cosas que no tenían sentido – pero me convenían – y gravitar sobre la Nada a conciencia. Sólo lo último era elección. Asumir el mundo tal y como se me presentaba era el punto de partida para responder a la gran interrogante en el fondo de todo: ¿Quién soy? No fue algo que me planteara explícitamente sino una ansiedad difusa que recorría toda la experiencia vital. Eso me hundía en la ansiedad. Cualquier construcción que partiera de esas bases – y las gestiones continuaban inexorablemente – sería tan sólida como lo fuera mi estabilidad emocional que no era para nada algo en lo que confiaría.
No recuerdo mucho de ese verano. Supongo que me debatía entre el sentimiento de victoria y la incertidumbre; la libertad alcanzada y el futuro que se me presentaba. ¿Me aferré a lo que era irreductible? La música que me gustaba podía cambiar de un mes a otro pero no el gusto en sí. El placer continuaba. Pudiéramos decir que, en la medida en que las dudas aumentaron, me construí un refugio sonoro apuntalado en los movimientos de mi interior. Descubrí la poesía poco antes. Se volvió una extensión de mi voz o de aquello que no llegaba a formularme en la mía propia porque aún no la dominaba. La literatura tenía eso. Y el edificio que se conformaba daba paso, a través de la progresión geométrica, a toda una ciudad de la que sólo intuía sus partes pues apenas tenía tiempo de recorrerlas. No había un correlato con la realidad. Mi vida social estaba anclada a la más burda inmediatez que ni siquiera se proyectaba hacia el futuro. Mis amistades no salían de allí. Si antes era un bicho raro, ahora era uno que se sabía fuera de su medio natural y obligado a creárselo. No sería en mi casa. Allí reinaba el sentido común pequeñoburgués y la lógica de la comodidad a cuya altura no podía colocarme. Ni eso esperaban de mí. Excluyo a mi abuela de la ecuación porque – en efecto – tenía la expectativa de que diera el salto hacia la nada con los ojos cerrados. Pero no era sólo dejarse caer. Había que sonreír, tomar impulso y despeñarse con una sonrisa.
La respuesta del ministerio fue afirmativa. Apenas quince días antes del inicio del curso, me llegó una carta que me autorizó a matricular. Era en la sede de la dirección municipal de educación. Durante unos meses la Facultad radicó allí hasta que la trasladaron al lugar donde pasé los dos últimos años. Era un edificio anexo a una iglesia. En la planta baja funcionaba una primaria y en la segunda y tercera una secundaria. En las noches, era la universidad. Había una secretaría en la entrada pero las cátedras – si podemos llamarlas así – estaban en el último piso. No había elevadores. Dos escaleras daban acceso a la dirección desde dos puntos distintos del edificio. Una iba directamente. Pero subir la silla de ruedas por allí oyendo chirriar los travesaños de madera – más de uno se había desprendido – era poner a prueba mis nervios por encima de lo tolerable. La otra era más segura. Tenía escalones más largos y descansos pero era de granito y se tornaba resbaladiza con facilidad. Me recibió el mismo decano. Todo estaba en orden y en quince días tenía que empezar.
Aquella tarde tenía una misión extra. El inmueble estaba en reparaciones – había visto los albañiles al pasar – y a mi abuela se le ocurrió que debía hablar con ellos para que incluyeran una rampa en la entrada principal. Parecía algo sensato. Teníamos el precedente de mi anterior escuela que, incluso, convirtió parte de la baranda del portal en una entrada. Al decano le pareció bien. Con su actitud de cuadro – nunca me pareció un académico – me mandó a ver al jefe de obras. El hombre accedió. Me aseguró que estaría allí para cuando empezara. Jamás se hizo. No pasó un año antes de que el techo – supuestamente reparado – empezara a caerse. Y las aulas de psicología estaban en el tercer piso. “No te preocupes…” me dijo el burócrata cuando le propuse ponerme en el segundo “…tus compañeros te ayudarán”.