Viviendo el sueño

Paulo fue jurado mío creo que en tres de los cuatro infames Encuentros de Talleres Literarios en los que participé, aunque no recuerdo el primero tan nítidamente. Vivía de eso, entre muchas cosas más. Como mismo El Güije tocaba en pequeños eventos para reportarlo a su agencia y tiempo después se colocó de jurado de concursos literarios. Pero con el primero, hice una verdadera amistad. Tuvo mucho que ver con el trabajar juntos pero también con tener puntos de contactos y afinidades estéticas. Nuevamente, era otro intento de figura paterna. Pero, quitando el psicoanálisis, pasamos varios meses editando lo que sería mi primer libro.

No sé cómo supo que yo quería publicar. Fue en algún momento después de aquel cuarto (y último) Encuentro que se acercó a mí y me hizo la propuesta: “Reúne poemas” me dijo. Íbamos a armar lo que aquí llaman un “poemario” — noción sumamente imprecisa — con textos míos. Aquello prometía ser difícil. Siempre he sido desestructurado; caótico y mi estilo había variado casi que cada dos meses, mientras iba experimentando con elementos nuevos de lo que leía o raras intuiciones que me daban. Los temas también eran un problema. Iba desde la completa experiencia poética — lo que se pudiera llamar un ejercicio tautológico y autorreflexivo — hasta una mística de estampas citadinas. No se me ocurría cómo darle coherencia.

El trabajo empezó con reunir mi material. Cuando tengo que leerme frente a otra persona, me dan arranques de vergüenza hiper-crítica. Ese principio fue duro. De cientos de poemas que había reunido, sólo me atreví a mostrar unos cuarenta y — de esos — unos quince quedaron para trabajar en el material definitivo. Tuve que crear más. Entonces comenzó el arquetípico bloqueo de escritor — los poetas le dan el grandilocuente nombre de “falta de inspiración”— y terminaron por desatarse todas las neurosis que mantenía bajo control escribiendo. Aquí la situación se vuelve borrosa. Paolo venía a visitarme dos o tres veces al mes y yo le entregaba material nuevo. Eso quiere decir que había vuelto a escribir. O quizás pasaba la noche desarmando lo que tenía terminado y limando su tosquedad para volverlo a ensamblar. No sé cómo se llama eso. Como sea, sucede en el tiempo de la locura y las visitas de mi editor son como un intercambio de movidas de ajedrez con la muerte (sé el nombre de la película) en algún escenario del Estrecho de Kattegat. Bebemos café y fumamos. O yo estoy borracho en algún lugar, pido un papel; una pluma y El Colega — quizás lo recuerden — me mira como si no entendiera bien lo que hago. Yo tampoco lo entiendo. Miro los resultados al otro día y surge la pregunta — siempre es la misma — sobre cómo hacer de esas galimatías algo coherente. No sé si lo logro o no. Le pregunto a F — otro personaje anterior — qué le parece lo que lee y me hace una disertación sobre sus impresiones. Él será el ilustrador así que su opinión vale. O sea, ya tiene que estar terminado porque si no, ¿cómo podrían ilustrarlo? Al menos, lo que nos correspondía.

Faltaba entregarlo a la editorial. En el área de influencia de Paolo, quedaba Extramuros — la provincial dedicada a arte — que publicaba autores locales. Era la más accesible para mí. Bastaba quedar ganador absoluto en un Encuentro Provincial de Talleres Literarios y me tocaba un poemario. Incluso, desde antes podría haberlo hecho. Ese primer año donde quedé en segundo lugar, me hubiera tocado presentar un libro pero no tenía nada listo. Incluso hoy, no soy capaz de materializar el concepto. Debe ser que la monumentalidad de mis referentes — Dante, Blake, Baudelaire, Eliot — me hacen consciente de mi propia incapacidad que es, irónicamente, lo que más abunda. Ahora tenía algo en la mano. Mi editor me pidió que hablara con Víctor para pedirle la recomendación de la Casa de Cultura. No sé por qué Aymara se involucró en eso. Siempre estuvo al tanto de mi “carrera literaria” — desde que aparecí en su salón hasta mucho después de ese episodio — y me preguntaba cómo iba el proceso de edición. Pero mantuvo la distancia por respeto a su colega. Sin embargo, me acompañó a ver a su compañero de trabajo en una tarde de sábado. Nos sentamos los tres. Expliqué lo que pasaba mientras él me escuchaba con actitud solemne, brazos cruzados sobre su barriga y el ceño fruncido. “¿Por que habría de dártela?” me dijo. Yo había sido un objeto de trabajo indisciplinado que había menospreciado su voluntad de servir(me) y — en mi suprema ingratitud — había afectado su evaluación (y pago). Lo último tuve que reconstruirlo. Aymara se paró en medio de la perorata y fue lo más cercano a armar una escena que la vi hacer. No era la persona más expresiva del mundo. Y creo que lo hizo para no malograr la negociación en la que, a pesar de todo, logré lo que quería. Ambos. Era una cuestión de demostrar poder. Respecto a ese episodio, ella me comentó: “A él lo único que le interesa es el dinero”.

Mi libro fue al “colchón editorial”. Yo también me pregunté qué era eso. “Imagina un almacén lleno de proyectos de libros pendientes de publicación”. A lo largo de los años he oído horrores de las editoriales. Son los dispensadores de méritos definitivos en una larga cadena de clientelismo político. Diría que más efectiva que los premios. En el caso de estos últimos ha habido fallas catastróficas que han quedado como manchas imborrables en la cultura nacional. Un escritor que no publica, no se gana el pan. Lo cierto es que la hogaza es pequeña — la poesía no vende tanto como en siglo XIX — y hay demasiadas bocas hambrientas. Somos gente mezquina y envidiosa. Es difícil saber dónde empieza la maquinaria de producción de eso que llaman “arte” y dónde el confort de la paranoia para acomodar el ego.

Pasó un año. Le retiraron los subsidios a las editoriales, por lo que tuvieron que volcarse hacia productos más comerciales como…¿libros de cocina? En este país, puro sarcasmo. Y, de alguna manera, pasaron diez años y nunca se publicó. Seguí escribiendo.